Cuba: otear un futuro posible
Por Leonardo Padura
Todos
los cubanos, a un lado u otro del estrecho de Florida, pero también en España,
Francia o Groenlandia (que allá igualmente hay un par de cubanos) sentimos que
el 17 de diciembre, cuando el presidente de Estados Unidos, Barack Obama,
anunció la normalización de las relaciones con Cuba después de más de medio
siglo de ruptura, se estaba produciendo un momento histórico que, de alguna
forma, nos incluía a cada uno de nosotros.
Una gran mayoría reaccionó con
júbilo y esperanzas; un porcentaje menor con sentimiento de derrota y hasta de
traición; y otra cantidad posible con pocas expectativas respecto a lo que
puede provocar esta decisión para el curso de sus existencias.
Pero lo que sí resulta
indiscutible es que cada uno de nosotros se sintió removido por el anuncio que
algunos medios calificaron incluso como “la noticia del año”.
Por lo pronto, los cubanos que
vivimos en la isla hemos sentido ya un notable primer beneficio de los acuerdos
anunciados: hemos sentido cómo baja una tensión política en la que hemos vivido
por demasiados años.
Por su carácter simbólico como
acto de distensión y punto final del dilatado epílogo de la guerra fría, como
reconocimiento de un error político sostenido por Estados Unidos durante
demasiado tiempo, por su peso en las relaciones interamericanas y por su
carácter humanista gracias a que el primer paso de lo acordado fue un
intercambio de prisioneros, algo siempre conmovedor y humanitario.
Tres semanas después la
maquinaria de esa nueva relación ha echado a andar. En vísperas de la visita a
La Habana de la secretaria de Estado adjunta Roberta Jacobson para iniciar
conversaciones de alto nivel “face to face” con el gobierno de La Habana, el
presidente Obama ha anunciado la entrada en vigor de sus primeras medidas de
cambio.
En la lista destacan las
relacionadas con la mayor apertura de licencias para que los estadunidenses
puedan viajar a Cuba, el aumento de las cifras de las remesas que se permiten enviar
a la isla, la reanudación de intercambios financieros y bancarios, el
incremento de relaciones comerciales en diversos rubros y la pretensión de
sostener el crecimiento de la sociedad civil cubana por diferentes caminos,
entre ellos de la información, las comunicaciones y el posible apoyo económico
a los emprendedores.
Mientras, Cuba espera su salida
de la lista de naciones patrocinadoras del terrorismo en la cual ha estado
incluida por años y, a uno y otro lado del estrecho, los ciudadanos cubanos miran
con justificada incertidumbre el futuro de la Ley de Ajuste Cubano, que
garantizaba la residencia norteamericana a cada isleño que pusiera un pie en
territorio norteamericano, por la vía que fuese, un tema del que seguramente se
hablará durante la visita de Roberta Jacobson.
Pero mientras los acuerdos
políticos van a un ritmo que no deja de sorprender, los cubanos insistimos en
preguntarnos cómo se vivirá en la isla esta nueva situación creada a partir del
17 de diciembre y hoy en marcha por diversas vías.
Porque entre las intenciones de
Obama de instrumentar un cambio de política que lleve al mismo fin (el cambio
de sistema en Cuba) y su éxito, median las decisiones que hacia el interior irá
tomando el Gobierno cubano para aprovechar lo útil de la nueva relación y
eliminar peligros potenciales.
La posible llegada masiva de
norteamericanos a Cuba parece que pudiera ser el primer efecto visible de cara
a un futuro que ya ha comenzado.
Si hoy la isla recibe al año
una cifra de tres millones de visitantes, esa cantidad bien podría duplicarse
con las nuevas regulaciones anunciadas por Obama. Por ello, todos se preguntan
si el país está preparado para semejante circunstancia y las respuestas no
suelen ser demasiado alentadoras.
Cuba, luego de haber entrado en
un largo período de crisis con la desaparición de la Unión Soviética y sus
generosas subvenciones y con el recrudecimiento del embargo estadounidense con
las leyes Torricelli y Helms-Burton (que incluso alcanzaron efecto
extraterritorial), es hoy un país con serios problemas de infraestructura en
las comunicaciones, vialidad, transporte, los inmuebles, entre otros rubros.
La carencia de recursos para
hacer las necesarias inversiones afecta también la compra de productos que
demandarán los presuntos visitantes y generará dificultades al consumo interno,
ya de por sí bastante encarecido y en ocasiones poco abastecido.
Quizás los primeros
beneficiados con esa llegada masiva de norteamericanos a costas cubanas sean
los pequeños empresarios de la isla que ofrecen servicios de hostelería y
alojamiento (y los otros miles de personas que giran en su órbita).
En la actualidad en una ciudad
como La Habana no existen suficientes habitaciones en los hoteles (propiedad
del Estado o de capital o administración mixta con empresas extranjeras) y
mucho menos una calidad en los servicios gastronómicos estatales que los haga
competitivos.
De tal modo, una parte notable
del dinero que circule pasará por manos de los empresarios privados (los
llamados cuentapropistas), un sector que aun cuando debe pagar altos impuestos
al Estado y elevadísimos precios para la compra de insumos en el mercado
minorista (todavía no existe el reclamado mercado mayorista que los beneficie),
obtendrá importantes ganancias en el panorama que hoy se dibuja en el horizonte
cercano.
Y este fenómeno contribuirá a
dilatar aún más el cada vez menos homogéneo entramado social de la nación
caribeña.
Otra de las grandes
expectativas nacionales tiene que ver con la posibilidad de que los cubanos
puedan viajar a Estados Unidos pues, aun cuando se ha abierto mucho más en los
años recientes, sigue siendo un duro escollo a vencer para muchos ciudadanos de
la isla obtener el visado que les permita viajar al país del norte… y, entre
ellos, a los que pretenden radicarse allí bajo el manto de la Ley de Ajuste
Cubano, ahora con la posibilidad añadida de no perder sus derechos ciudadanos
en la isla bajo la protección de las leyes migratorias aprobadas hace dos años
por el gobierno de Raúl Castro, las cuales eliminaron la onerosa figura
migratoria de la “salida definitiva del país”.
Y, en un terreno menos concreto
pero no menos presente, cae el tema de los discursos y la retórica. Medio siglo
de hostilidad en muchos territorios, incluido por supuesto el verbal, debe
comenzar a ceder a la luz de las nuevas circunstancias.
El “enemigo imperialista” y el
“peligro comunista” están sentados a la misma mesa, buscando soluciones
negociadas, y el lenguaje debe adecuarse a esa nueva realidad para conseguir la
necesaria comprensión y los esperados acuerdos políticos.
Por lo pronto, los cubanos que
vivimos en la isla hemos sentido ya un notable primer beneficio de los acuerdos
anunciados: hemos sentido cómo baja una tensión política en la que hemos vivido
por demasiados años y desde ya podemos sentir que es posible rehacer nuestra
relación con un vecino demasiado poderoso y demasiado cercano, y si no de un
modo amistoso, al menos relacionarnos de una forma cordial, civilizada.
Por eso muchos –entre los que
me incluyo- hemos sentido desde el 17 de diciembre algo semejante al despertar
de una pesadilla de la cual casi ninguno de nosotros confió en que podríamos
escapar. Y con los ojos abiertos, ahora oteamos el futuro que vendrá, tratando
de darle siluetas más precisas.
*Escritor
y periodista cubano, galardonado con el Premio Nacional de Literatura 2012. Sus
obras han sido traducidas a más de 15 idiomas y su más reciente novela,
‘Herejes’, es una reflexión sobre la libertad individual. Autor del ‘El hombre
que amaba a los perros’.
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