domingo, 16 de enero de 2022

 

POR: René Cardoso Segarra

 Publicado en la Revista El Observador (edición 126, diciembre de 2021)

 


Una bomba de tiempo
Al igual que artistas y gestores culturales de la ciudad han reclamado en estas últimas semanas por sus derechos frente a tanto papelón y atrocidades en el mal uso de los dineros públicos municipales destinados a cultura, por la precarización de la actividad cultural y sus enormes inequidades, yo -sin sentirme integrante de esas importantes categorías o gremios- también me siento con el derecho de reclamar la falta de total atención a los museos de la ciudad. Como si no hubiese sido suficiente tanto desacierto municipal, a esto se suman en los últimos días las incalculables pérdidas bibliográficas producidas por una catastrófica inundación en la reserva de libros de la Dirección de Cultura Municipal. La indignación ciudadana lleva a cuestionar cómo es posible que unos productos culturales que costaron tanto tiempo de investigación, esfuerzo editorial y por supuesto importante inversión económica, hayan sido abandonados en un sótano.

Ahora me quiero referir a mi última experiencia vivida en mi fugaz paso por la dirección del Museo Pumapungo (febrero/junio de 2021). Son pocos meses que me sirvieron para conocer sus más profundas entrañas, tener las radiografías de ese cuerpo enfermo: me refiero los espacios o reservas que contienen las diversas colecciones del Museo. Son grandes cámaras lúgubres ubicadas también en sótanos -espacios que originalmente estuvieron destinados a parqueaderos del Banco Central- y que contienen verdaderos tesoros culturales encerrados y momificados de por vida.

Dos reservas en especial llamaron mi atención: la reserva de arqueología con 10.057 bienes y la reserva nacional de etnografía con 10.794 bienes, con valores culturales incalculables y de inventario de varios millones de dólares. Ambas reservas ubicadas en los hostiles sótanos del edificio. Los llamo así por la inmediata sensación de deterioro que se respira en sus ambientes y que se evidencia en su falta de mantenimiento: espacios en los que se perdió el control de humedad relativa y temperaturas, múltiples goteras cuya ubicación los señalan los recipientes de plástico colocados en pisos y estanterías en diversas zonas, tuberías de aguas servidas y potable a pocos centímetros de las cabezas de las colecciones -algunas con evidentes señales de filtraciones-,  cableados eléctricos improvisados, sistemas de detectores de humo dañados, ausencia de cámaras de video-vigilancia, luces de emergencia sin funcionar, equipos des humificadores inservibles.  Las fotografías que publico son elocuentes, valen más que mil palabras, aseveran lo que ahora muy brevemente me permito denunciar a la opinión pública.

He realizado amplios informes al Ministerio de Cultura y Patrimonio sobre esta catastrófica situación a la que se debe sumar la falta de total mantenimiento de los edificios del propio Museo, del Teatro Pumapungo y del edificio patrimonial del ex colegio Borja, negligencias que ponen en alto riesgo a sus arquitecturas, a sus contenidos, al personal que labora en los mismos y a los públicos. Invité a especialistas en seguridades de instalaciones y de salud laboral, solicité informes al Cuerpo de Bomberos de la ciudad, pedí la opinión de varios arquitectos que recorrieron estos espacios: todos concordaron y concluyeron que la situación de Pumapungo “es una bomba de tiempo”. Estos informes también los remití a las autoridades quiteñas del Ministerio de Cultura.

Pero no me he conformado con estas advertencias o informes, también he planteado soluciones en las que intervinieron profesionales con alta especialización en las áreas de arqueología y arquitectura. Planteamos soluciones o proyectos debidamente sustentados que los realizamos con la urgencia que el caso ameritaba, sin dilaciones y que podían inmediatamente haberse realizado, así como otros a mediano plazo como la intervención en el edificio del ex colegio Borja el mismo que debería convertirse en el espacio tecnológico del Museo Pumapungo para albergar a modernas reservas, laboratorios de análisis y fotografía, talleres para la conservación y restauración y espacios para los investigadores de las colecciones. Solicité al Ministerio que se declare en estado de emergencia al Museo para buscar de esta manera mayor agilidad burocrática y mejor disposición de fondos económicos. Pedí además al Ministerio la intervención de la Contraloría para que haga exámenes especiales, absolutamente independientes a las acostumbradas auditorias internas del propio Ministerio. Presioné a Fiscalía para que no quede en la impunidad las pérdidas de varias piezas arqueológicas.

Me faltó tiempo. La orden desde Quito de terminar mi relación con Pumapungo -del cual fui su primer director a finales de la década del setenta y durante los ochenta- llegó de manera intempestiva, sin señalar razón alguna. Y por supuesto quedó trunco todo el esfuerzo realizado. Interesantes y generosas asesorías internacionales que no hubiesen significado ningún gasto económico para el Museo, también se interrumpieron.

Han pasado ya cinco meses desde mi salida de Pumapungo. Nadie ha movido un solo dedo para asumir las soluciones planteadas. Y claro me asaltan varias preguntas: ¿De qué sirve un Museo que hasta la fecha se mantiene cerrado? ¿De qué sirven unas colecciones inaccesibles, con serios problemas de documentación, con graves peligros de pérdidas, como algunas ya ocurridas? ¿Esperan otra inundación-diluvio que termine con estos patrimonios? Los espacios públicos con bienes culturales de la Nación sin beneficios para sus públicos, sin líneas curatoriales expositivas o de investigación, sin ninguna garantía para la seguridad de las colecciones, son inútiles, se convierten en verdaderos sepulcros suntuosos o elefantes blancos. Lo menos que debería hacer el Ministerio de Cultura y Patrimonio sería reconocer su fracaso en el manejo de los museos bajo su administración, ofrecer disculpas públicas por su incapacidad técnica, conceptual, económica y administrativa, todo desazonado con un perverso sentido centralista, autoritario y político que desde un inicio quedó evidente al asumir ese Ministerio, temerariamente, el manejo de los Museos que estuvieron bajo la tutela del Banco Central del Ecuador.

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