domingo, 16 de enero de 2022

 

POR: Mateo Silva Buestán

Publicado en la Revista El Observador (edición 126, diciembre de 2021) 

 


“Independencia” de Cuenca
El tres de noviembre del año corriente la ciudad fundada bajo el derecho de horca y cuchillo, “Santa Ana de los Ríos de Cuenca”, cumple doscientos uno años de “Independencia”. Quizá se considere atrevido, a la vez que sensato, decir que nunca antes ha sido más imperativo conocer, no solamente la historia, sino cuestionarse la veracidad de un movimiento emancipador o, en su defecto, notar que hemos vivido en una película de ficción. De igual modo, ya que estamos recién pasados el prodigioso doce de octubre, el “Día de la raza”, como incluso a día de hoy lo siguen conociendo, este escrito se transforma en un manifiesto de descontento. Se empieza, entonces, por narrar lo acaecido los primeros días de noviembre de mil ochocientos veinte. No se olvide, como ya se ha reiterado en anteriores ocasiones, que la historia acostumbra a tergiversar y de la última palabra nadie tiene título de propiedad.

Dícese que los airesrevolucionarios no llegaron de la noche a la mañana; por el contrario, todo proceso político, social, económico, civil tiene antecedentes. En este caso, se remontan a la última década del siglo dieciocho –mil setecientos noventa–. Por citados años, los llamados “criollos”, hastiados del absolutismo realista en América, atiborraron Cuenca con panfletos libertarios. Desde luego, lo rebeldes fueron acusados, sentenciados y castigados. Tal parece que tras semejantes reprimendas el poblado no insistió más en la revolución. Sin embargo, el glorioso espíritu del diez de agosto de mil ochocientos nueve, en adición del nueve de octubre de mil ochocientos veinte, terminarían por encender, nuevamente, las hogueras de la revuelta.

Alentados pues lo morlacos por la revolución octubrina de la ciudad portuaria comenzaron a planificar y ejecutar diversas ideas que fueran así como prontamente develadas, sofocadas con bastante facilidad. De entre los más populares actos fallidos -no psicológicos-, se cuenta de cuando Antonio Díaz y Cruzado, gobernador de Cuenca, fue detenido infraganti, vitoreando la emancipación, por Antonio García Trelles. Nótese la intencionada omisión de los títulos que, generosamente, la historia otorga: al primero de los personajes mencionados se le trata de “Don”; al segundo, por su grado militar es “Comandante”, mejor olvidar adrede el sumiso protocolo. De igual manera, es igual de afamado y sabido que se le encargó a un religioso llamado Cayetano Ramírez Fiata que gestionase con la Junta de Gobierno de Guayaquil el apoyo armamentístico para la lucha. Como era de esperarse, la diligencia no trajo consigo ningún beneficio.  

Los cabecillas de la causa libertaria al verse, nunca antes mejor expresado, entre la espada y la pared optaron por levantarse en armas desde las mismísimas entrañas de Cuenca. Así, se conoce que el alcalde de primer voto de aquellos tiempos, José María Vásquez de Noboa, organizó, junto a más patriotas, múltiples sesiones para coordinar un golpe que acabara con la monarquía española. Mantuvieron reuniones desde el primero hasta el tercero de noviembre de mil ochocientos veinte. Es en este último día que, mientras el bando realista exponía a la ciudadanía nuevas ordenanzas de la corona, los rebeldes, liderados por Tomás Ordoñez, asaltaron a la guardia, hiciéronse con sus armas y se refugiaron en la actual plaza de San Sebastián.

Una vez allí, los patriotas se agrupan y acorde al plan trazado emprenden camino hacia el cuartel español, llevando solamente los fusiles robados. El fortín realista contaba con más de un centenar de soldados, armas de todo tipo plus cuencanos que se habían hecho al equipo opuesto. El ataque realizado por los locales fue precario ante el avasallamiento artillero de los conquistadores. Aquel viernes, tres de noviembre, llovía en Cuenca balas y cañones. La desesperanza, de a poco, se apoderaba de los revolucionarios, dado que se sentían vencidos ante la furia del león rampante. Así anocheció y amaneció. La mañana del sábado cuatro de noviembre transcurría lenta, la rendición no era una opción. De pronto, apenas culminado el cenit, ingresarían por el actual sector de “El Vecino” tropas de apoyo a la causa independentista, al mando del presbítero Francisco Javier Loyola, la mensajería de antaño no era ineficaz. Hoy por hoy se conoce que ese clérigo no fue el primer ni el último “revolucionario”, recuérdese la “Teología de la Liberación”.

Las cuadrillas llevadas por el cura Loyola, que por cierto iban muy bien armadas, descendieron a toda prisa, por la calle del Chorro, a dar auxilio a los casi derrotados patriotas. Dicho y hecho, a su arribo libraron un sangriento combate contra sus enemigos, resultando victoriosos los rebeldes. Solamente algunos hombres de García Trelles –incluido él mismo– pudieron huir. Aún no anochecía cuando Cuenca fue proclamada “independiente” del yugo español. La ciudad estaba alborotaba de algarabía, sus calles se embebieron de multitudes que agasajaban a viva voz la caída del imperio ibérico en “sus” tierras. Por supuesto, una ciudad cercada de iglesias tenía que agradecer por tal gracia y favor recibido de la mano del mismo dios que había permitido el genocidio al verdadero, auténtico pueblo nativo de, no Cuenca, sino Guapondelig. Es así que, al día siguiente, domingo cinco de noviembre de mil ochocientos veinte, los tañidos provenientes de lo alto de los centros de culto sonarían al son de la “libertad”, pero como dice Hemingway “¿Por quién doblan las campanas?”.

Ya asimilada la emoción inicial, se podría decir “cuando se asentaron los pies en la tierra”, empero no sería la frase más adecuada, se creó la República de Cuenca un ocho de noviembre del año ya repetido varias veces. Y no es hasta el quince de ese mes que se aprobó la Constitución política Cuencana. No obstante, se tiene la sospecha de que la emancipación de esta ciudad no significó más que un cambio de patrones. Expresado de otro modo, la acción independentista no hizo sino trasladar todo el poder de la corona hacia la aristocracia de la dizque Atenas del Ecuador. No hace falta más que echar un vistazo a la parte de la población que nunca aparece en la fotografía para notar que con la “independencia” no existió cambio alguno en los tratos e injusticias dirigidos hacia los siempre discriminados.

Desde esta perspectiva ¿De qué independencia se habla? ¿Qué tanto se jacta de una sociedad moderna si incluso a más de dos siglos de esa fecha se sigue mirando por debajo del hombro a quien no sea alto, blanco y posea un “ilustre” apellido? ¿A qué se refieren con “ciudad libre” cuando somos uno de los colectivos más mojigatos, “curuchupas” y en el Escudo está inscrito “Primero Dios y después vos”? ¿Cómo es que “Cuenca unida” si el propio Himno en su segunda estrofa se entrega a los brazos de unas cuantas selectas familias? ¿Podemos llamarnos independientes si replicamos y mantenemos la igualísima actitud colonial desde que fuimos “descubiertos”? ¿Qué tanto se creen esos de nariz respingada que menosprecian a cuantas personas ellos denominan ¨humildes¨ por usar sus típicos atuendos?

Dentro de esta misma línea, el viernes veinte y dos de octubre, bajo el nada modesto título “Una corona de vida” se eligió a la llamada “Reina de Cuenca”. Tremenda irrisoria muestra de un profundo neocolonialismo clasista en su máximo esplendor. Lo más divertido es que los grandes dueños de ese certamen han incorporado también el “Reinado de los Barrios de Cuenca” y el concurso “Chola Cuencana”, todo con el fin de disimular, siquiera un poco, su arraigada arrogancia aristócrata. De la “competencia” en sí, ni hablar: pasarela de alfombra roja, vendidos medios de comunicación a la espera de las candidatas, vítores, chiflidos, dinero, poder, sangre azul. Al final, curiosamente, la corona se quedó en familia.
Bien, después de esas cortas cavilaciones compete seguir con lo que la historia cuenta. De regreso a noviembre de hace veinte décadas y poco más, el gozo sureño fue efímero, a razón que la República de Cuenca sería disuelta. Resulta que a escasos días de lo que se conoce como “Navidad” del año en cuestión, un grupo de soldados realistas, bajo la tutela de Francisco González, se trasladaban hacia el austro luego de verse perdedores en territorio costeño. Arribarían a Verdeloma –parroquia de Nazón, próximo a Biblián, actual provincia del Cañar–. Allí, los esperaba un numeroso contingente de patriotas azuayos y cañarejos. Estos últimos, aunque superaban en cantidad a los españoles, no tenían estrategia, experiencia ni armamento; situación que fue aprovechada por los europeos, veteranos de guerra. La loma verde se tiñó de rojo, bárbara masacre que sobre esos pastizales se liberó.
Consecuentemente, se volvió a instaurar el régimen imperialista en la ciudad bañada por los cuatro ríos, mas no duró mucho, a causa de que las fuerzas de Bolívar harían estremecer a todo el continente. Fue un veinte y uno de febrero de mil ochocientos veinte y dos cuando Antonio José de Sucre junto a su milicia entraría triunfalmente a Cuenca, bastándole su imponente presencia para hacer que los españoles, despavoridos, tomen camino hacia Riobamba. Meses después, el veinte y cuatro de mayo, los soldados realistas serían finalmente abatidos, iniciando, así, la etapa de la Gran Colombia. Posteriormente, se derrumbaría la Gran Colombia y nacerían otros países, pero esa ya es otra historia.

Con respecto a la “verdadera Independencia”, el panorama general fue, es y será muy similar a lo descrito en referencia a lo vivido en Cuenca. Ante todo, no reconocer la luz de América es propio de zafios; en contraparte, existen un sinnúmero de ejemplos que reflejan la pobreza –no entendida económicamente–, mediocridad de la contienda independentista. No es hasta mil ochocientos cincuenta y uno que se deroga la esclavitud en Ecuador, la célebre novela “Huasipungo”, publicada en mil novecientos treinta y cuatro, da cuenta de las atrocidades acometidas ya entrado el siglo veinte.

A modo de cierre, es totalmente válido dar por hecho que no nos hemos independizado. Reflexionemos: hemos heredado un ciego fervor nacionalista y discriminatorio. Igualmente, cocinamos con todos los ingredientes de esa repulsiva receta intitulada “viveza criolla”. No podemos llamarnos independientes si en el léxico de una bola de obstinados todavía permanecen insultos como “¡Mitayo!”, “¡Indio!”, “¡Cholo!”. Somos una sociedad sumisa, malagradecida, de lucios cascos, con delirios de grandeza, que se olvida de sus orígenes y enteramente sumergida, de pies a cabeza, en nuestros propios deshechos.      
A ver si, aún, quedan ganas de vociferar “¡Qué viva Cuenca!”.

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