domingo, 26 de marzo de 2017

La paciencia tiene límites




 JOSÉ AYALA LASSO  

Es la frase con la que Cicerón, en el Foro Romano, increpó a quien, con argucias y mala fe, pretendía desconocer los resultados de la voluntad popular. La historia nos relata que Catilina, postulado para la dignidad de cónsul de la república, había sufrido una derrota en la primera vuelta electoral. Indignado, procuró preparar su victoria mediante sobornos y maniobras de fuerza. Cicerón descubrió el complot y adoptó medidas para contrarrestarlo. En la segunda vuelta, Catilina volvió a perder. Organizó entonces un ejército con el propósito de tomar Roma e incendiarla. Al conocer que estaba en marcha un fraude, Cicerón convoco al Senado en el templo de Júpiter Capitolino y pronunció allí su primera catilinaria que comienza con esa célebre frase. Salustio nos relata que Catilina era un hombre de gran fortaleza de cuerpo y alma, pero “malo y depravado, amigo de las guerras y promotor de las discordias ciudadanas”. Era capaz de soportar privaciones, frío e insomnio, más allá de lo creíble; su espíritu era temerario, pérfido, veleidoso y simulador; grande su elocuencia y su saber, menguado. Su espíritu estaba torneado por la egolatría y el narcisismo. Creyéndose omnipotente, ansiaba lo inalcanzable. Enfermo de poder, le había asaltado un deseo irreprimible de hacerse dueño del Estado. Carecía de escrúpulos en cuanto a los medios para conseguirlo. ¡Reflexionemos! Cuando el autoritarismo y la prepotencia se transforman, de característica individual, en metodología para ejercer el poder y ostentarlo indefinidamente, se inicia un proceso que, inexorablemente, va tensando las cuerdas de la trama social y exasperando al pueblo. Entonces, se ponen a prueba los sistemas de control y los balances previstos en la estructura de un estado de derecho, para impedir que los abusos se conviertan en costumbre y los atentados a la democracia dejen de sorprender y terminen “domando” a la colectividad. Pero si, por corrupción social o temor al poder, tales controles no se ejercen o resultan insuficientes, entonces al pueblo no le queda otro recurso que la rebeldía. Su paciencia, puesta a prueba por tantos catilinas que la historia ha producido, se agota. En nuestro Ecuador, ya se escucha la frase de Cicerón: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?” Diez años de prepotencia, arbitrariedad y mesianismo cerrado al diálogo, diez años de imposición de una sola voluntad, han colmado la medida. El 2 de abril, el pueblo se pronunciará. Ojalá su voz, estruendosamente elocuente a favor del cambio, se exprese libre y cristalina. Que asuma el poder quien tenga la capacidad y esté resuelto a ejercerlo en beneficio de todos los ecuatorianos y no para oxigenar a una trasnochada, fracasada y agonizante ideología.

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