Francisco
Febres Cordero
Dos mujeres
Buena parte de
sus 44 años de vida los dedicó a ayudar a los demás, como auxiliar de
enfermería. Su vida transcurría en medio de la rutina que suponía acudir al
hospital y compartir el hogar con su marido. El matrimonio no tenía hijos, pero
sí un perro al que bautizaron como Excálibur. Hasta que un día, asistiendo a un
paciente que padecía ébola, ella se contagió con el virus. Y entonces la vida
de Teresa Romero cambió. Del anonimato pasó a ser contemplada por los ojos del
mundo que seguían, ávidos, su caso, escudriñaban su pasado, investigaban las
causas posibles de su contagio. Su marido fue hospitalizado. Sin que ella lo
supiera. Excálibur fue sacrificado ante la posibilidad de que también él
pudiera ser portador del virus.
Ella quería vivir. Se aferraba a la
vida con furia, con desesperación, con optimismo.
Y con valor, con un valor ejemplar,
vivificante.
Los médicos experimentaban en su
cuerpo todos los fármacos conocidos para ver si producían algún efecto en ese
mal devastador, mientras en las puertas del hospital una multitud ansiosa
clamaba diariamente por noticias. En el resto del mundo, la gente se mantenía
prendida a las redes sociales, a los periódicos y a la televisión, sedienta de
novedades.
Ella quería vivir.
Sin saberlo, sin quererlo, se
convirtió en un símbolo de lucha. Y, como en toda lucha, parecía que la derrota
era algo no solo posible, sino inminente: la medicina revelaba su impotencia y
todo llevaba a pensar que el mal iba a terminar por ganar el combate.
Y así, hora tras hora, día tras día,
durante un tiempo que parecía eterno.
Hasta que, después de tanto padecimiento,
de tanto aislamiento, de tanto dolor, sonó la campanada de victoria: Teresa
Romero había sanado.
Todos respiramos aliviados. Todos
estuvimos junto a ella en el instante de su mayor triunfo, que era el
definitivo.
Mientras tanto, al otro lado del
mundo, en los Estados Unidos, Brittany Maynard, una mujer de 29 años, también
casada, también sin hijos (aunque soñaba con tenerlos), ha escogido morir. Hace
menos de un año le encontraron un cáncer terminal al cerebro. “Inmediatamente
detuve todos mis planes”, ha dicho. “No puedo traer un niño al mundo sabiendo
que no va a tener madre”. Después de recibir un tratamiento que le ha deformado
el rostro que hasta hace poco fue bello, sabe que lo que le resta de tiempo no
es más que una lenta, cruel, inútil agonía. Por eso tiene ya prevista la fecha
de su muerte: el 1 de noviembre, un día después de celebrar el cumpleaños de su
marido.
Para morir con dignidad, ha tenido
que viajar desde el lugar de su residencia a otro, donde los médicos le
administrarán la dosis que hará que su deseo se cumpla: “Moriré en casa, en la
cama que comparto con mi marido y me marcharé en paz, con la música que me
gusta sonando de fondo”, ha dicho.
Teresa y Brittany: dos ejemplos de
valor, de estoicismo.
La primera, para ganar con dignidad la
vida.
La segunda, para ganar con dignidad
la muerte.
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