lunes, 27 de octubre de 2014


Francisco Febres Cordero

Dos mujeres

Buena parte de sus 44 años de vida los dedicó a ayudar a los demás, como auxiliar de enfermería. Su vida transcurría en medio de la rutina que suponía acudir al hospital y compartir el hogar con su marido. El matrimonio no tenía hijos, pero sí un perro al que bautizaron como Excálibur. Hasta que un día, asistiendo a un paciente que padecía ébola, ella se contagió con el virus. Y entonces la vida de Teresa Romero cambió. Del anonimato pasó a ser contemplada por los ojos del mundo que seguían, ávidos, su caso, escudriñaban su pasado, investigaban las causas posibles de su contagio. Su marido fue hospitalizado. Sin que ella lo supiera. Excálibur fue sacrificado ante la posibilidad de que también él pudiera ser portador del virus.
Ella quería vivir. Se aferraba a la vida con furia, con desesperación, con optimismo.
Y con valor, con un valor ejemplar, vivificante.
Los médicos experimentaban en su cuerpo todos los fármacos conocidos para ver si producían algún efecto en ese mal devastador, mientras en las puertas del hospital una multitud ansiosa clamaba diariamente por noticias. En el resto del mundo, la gente se mantenía prendida a las redes sociales, a los periódicos y a la televisión, sedienta de novedades.
Ella quería vivir.
Sin saberlo, sin quererlo, se convirtió en un símbolo de lucha. Y, como en toda lucha, parecía que la derrota era algo no solo posible, sino inminente: la medicina revelaba su impotencia y todo llevaba a pensar que el mal iba a terminar por ganar el combate.
Y así, hora tras hora, día tras día, durante un tiempo que parecía eterno.
Hasta que, después de tanto padecimiento, de tanto aislamiento, de tanto dolor, sonó la campanada de victoria: Teresa Romero había sanado.
Todos respiramos aliviados. Todos estuvimos junto a ella en el instante de su mayor triunfo, que era el definitivo.
Mientras tanto, al otro lado del mundo, en los Estados Unidos, Brittany Maynard, una mujer de 29 años, también casada, también sin hijos (aunque soñaba con tenerlos), ha escogido morir. Hace menos de un año le encontraron un cáncer terminal al cerebro. “Inmediatamente detuve todos mis planes”, ha dicho. “No puedo traer un niño al mundo sabiendo que no va a tener madre”. Después de recibir un tratamiento que le ha deformado el rostro que hasta hace poco fue bello, sabe que lo que le resta de tiempo no es más que una lenta, cruel, inútil agonía. Por eso tiene ya prevista la fecha de su muerte: el 1 de noviembre, un día después de celebrar el cumpleaños de su marido.
Para morir con dignidad, ha tenido que viajar desde el lugar de su residencia a otro, donde los médicos le administrarán la dosis que hará que su deseo se cumpla: “Moriré en casa, en la cama que comparto con mi marido y me marcharé en paz, con la música que me gusta sonando de fondo”, ha dicho.
Teresa y Brittany: dos ejemplos de valor, de estoicismo.
La primera, para ganar con dignidad la vida.

La segunda, para ganar con dignidad la muerte.

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