martes, 8 de marzo de 2016

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CreditClare Rojas
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Sara y yo nos conocimos cuando trabajábamos sin descanso como empleadas de oficina en 1999. Nos hicimos amigas en un momento de nuestras vidas en el que las exigencias del trabajo aumentaban y comenzábamos a echar raíces en la ciudad. Nos dábamos alivio, reconocimiento, compartíamos la disposición a relajarnos, a evaluar y discutirlo todo.
La amistad femenina ha sido la base de la vida de las mujeres desde que han existido. En otras épocas, cuando había menos posibilidades de que un matrimonio, al que a menudo se recurría por razones económicas, proporcionara apoyo emocional o intelectual, las amigas ofrecían estabilidad íntima.
Ya que las mujeres vivimos una mayor parte de nuestra vida adulta sin casarnos, adquirimos nuestra identidad no necesariamente junto a un hombre o dentro de una estructura familiar tradicional, sino en compañía de otras mujeres: nuestras amigas.
Juntas, Sara y yo teníamos una red cercana con otras cuatro amigas con las que salíamos de vacaciones, pero también teníamos nuestro propio círculo de amistades por separado.
A diferencia de mis pocos romances de juventud, que más que nada me habían consumido, mis amistades con mujeres me reponían, y su efecto saludable se expandía hacia otras capas de mi vida: hacían que cosas que anhelaba, como un mejor trabajo, una remuneración más justa, mayor confianza en mí misma e incluso solo diversión, parecieran más alcanzables.
Cuatro años después de conocernos, al hombre con el que Sara había estado saliendo le ofrecieron un trabajo en Boston. Fueron novios a distancia por un año. Pero tenían que tomar una decisión: él tenía la intención de quedarse en Boston, aunque no era una ciudad que a ella le ofreciera muchas oportunidades profesionales.
Ver a Sara batallar para tomar una decisión fue doloroso. A fin de cuentas, en la juventud, nuestras vidas son mucho más maleables, se pueden unir sin tanto alboroto. El prospecto de romper con todo y reconstruirnos en otro lado se convierte en un proyecto mucho más abrumador de lo que habría sido si nos hubiéramos casado a los 22.
El día en que Sara se fue a vivir a Boston, después de semanas de empacar y regalar sus cosas, un grupo de amigos le ayudamos con el camión de la mudanza e intercambiamos largos abrazos y dijimos adiós mientras ella se alejaba. Cuando se fue, lloré.
No se equivoquen: creía que Sara debía irse. Quería que fuera feliz y entendía que lo que nosotras queríamos en nuestra amistad y para cada una no solo era una amistad sólida y un trabajo gratificante, sino también relaciones cálidas y funcionales con compañeros románticos y sexuales; ambas teníamos claros nuestros deseos de amor, compromiso, familia.
Sin embargo, en aquel momento me sentía tan devastada que escribí un artículo sobre su partida, “Girlfriends Are the New Husbands”, en el que contemplaba la posibilidad de que ahora son nuestras amigas quienes desempeñan la función que los cónyuges tuvieron alguna vez, y tal vez mejor que ellos.
A lo largo de la historia, las amigas nos han brindado atención, afecto y un medio para tener intercambios intelectuales o políticos en épocas en las que el matrimonio, que sigue siendo principalmente una necesidad fiscal y social, no era una institución en la que muchas podían asegurarse de obtener placer sexual ni compañía.
Seis meses después de que Sara se mudó a Boston, regresó.
Porque la relación por la que viajó a Boston no era plena. Y lo que es más importante: regresó porque la vida que había dejado en Nueva York lo era. Sentí tristeza al saber que su relación no había funcionado y alegría porque había construido una vida propia que era satisfactoria y bastante receptiva para darle una alternativa atractiva. Y estaba entusiasmada de tenerla de regreso.
Por desgracia, pueden aparecer divisiones entre amigas tan fácilmente como en los matrimonios. Tal vez porque ella estaba sanando heridas dolorosas mientras reconstruía su vida neoyorquina y estaba renuente a dejarse llevar de nuevo por viejos patrones; tal vez porque, después del dolor de decir adiós, yo me sentía temerosa de entregarme por completo, nuestra amistad nunca volvió a ser tan espontánea como había sido. “El regreso fue turbulento”, dijo hace poco de aquella época.
Entonces, un par de años después de su regreso, fui yo quien se enamoró. Ya no podía salir varias noches a la semana con mis amigas porque había conocido a un hombre con quien, por primera vez en mi vida, quería pasar esas noches.
No tenemos un buen plan de acción para integrar las intimidades contemporáneas de la amistad femenina y el matrimonio en una sola vida. De esta pequeña (pero nada insignificante) manera, creo, las mujeres del siglo XIX tuvieron más suerte, con todo y sus matrimonios casi siempre insatisfactorios y su segregación en una casta de género subyugada y reprimida.
En este ámbito, la tenían más fácil: podían mantener la alianza con sus amigas, porque había muchas menos probabilidades de que sus maridos fueran a tener un lugar competitivamente absorbente en sus vidas emocionales e intelectuales.
Sara cuenta que le sorprendió ver cómo desaparecía completamente debido a una relación, después de haberme conocido durante años como la única que no había tenido (ni necesitado) un compañero romántico estable. Fui la única que estaba mucho más dedicada a su trabajo y a sus amigas; la única que tan rara vez estaba en una relación que incluso había comenzado a hacer planes para tener un hijo por mi cuenta; la única familiarizada con que las amigas se alejaran para ir tras relaciones tradicionales. Y ahí estaba ahora, alejándome. “Me sentí feliz por ti”, dijo Sara. “Pero sentí que habíamos intercambiado lugares; me desperté una mañana siendo la feminista independiente y tú eras la que estaba loca por el novio”.
Para muchas mujeres, las amigas son las principales compañeras de vida; son las que nos hacen irnos a vivir a un nuevo hogar, acabar con malas relaciones, y están con nosotros en nacimientos y enfermedades. Incluso para las mujeres que sí se casan, las amigas están presentes al inicio y al final de la vida adulta, después del divorcio o la muerte del cónyuge.
No hay ceremonias para hacerlo oficial. No hay bodas, no hay prestaciones de salud ni unión libre ni reconocimiento familiar. Todavía no ha habido ninguna forma satisfactoria de reconocer el lugar que tienen las amigas para nosotras. Pero, dado que millones de nosotras nos quedamos solteras durante muchos años, tal vez debería haberlo.

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