domingo, 13 de marzo de 2016

La sanción

Francisco Febres Cordero
Domingo, 13 de marzo, 2016


Quizás lo intuía, pero no tenía certeza.
Sentía miedo. Miedo de escuchar esa palabra. A la madrugada, todavía, insomne, dudó: ¿Y si no voy?
Pero fue. A la mañana siguiente, fue.
-Cáncer, le dijo el médico.
Los ojos se le humedecieron. La esperanza la abandonó. De allí en adelante no le quedaba más que esperar su muerte.
–Puede luchar, le dijo el médico. Inténtelo.
Y está en la lucha. Hasta hoy está en la lucha, aunque sabe que puede resultar derrotada.
Se enteró de Solca. Y allá acudió. No le importaba quién había fundado esa institución, quién la dirigía, qué fondos tenía. Solo sabía que existía.
Y entonces descubrió que no estaba sola. Que otros muchos como ella habían temblado también al escuchar por primera vez esa palabra: cáncer. Y allí estaban a su lado, en la batalla. Niños, jóvenes, viejos, ahí estaban, obedeciendo el llamado de quienes habían hecho del combate contra la enfermedad una causa.
Su cáncer probablemente podía ser vencido.
–¿Y el suyo?, preguntó a un señor que estaba junto a ella en una banca, esperando que lo llamaran para continuar el tratamiento.
–Ojalá– respondió el señor.
Comenzaron a conversar, primero de todo eso que se conversa para romper el hielo. De la familia, de los hijos, de sus profesiones, de sus trabajos. Hasta que llegó el instante de hablar del cáncer. Narraron sus historias. Levantaron la vista y vieron a otros que esperaban también por atención. Algunos todavía tenían pelo, otros ya no. Unos mostraban signos visibles de su enfermedad; otros, ninguno. Una madre estaba con su niño; un viejo, con su nieto; un hombre, solo.
El ambiente era plácido. Se sentían cómodos. Respetados. Queridos. Tenían la certeza de que alguien velaba por ellos, que alguien luchaba con ellos, para ellos.
–Vengo a mi primera sesión de quimio, dijo ella.
–Yo ya voy por la tercera, dijo él.
–¿Y?, preguntó ella.
–Náuseas, dijo él. Y malestar.
–¿Aguantaré?, preguntó ella.
–Si yo he aguantado, usted también podrá, señora, dijo él.
Un niño cruzó por delante, corriendo, riéndose.
–¿Sabrá?, preguntó él.
–¿Sabrá qué?, dijo la señora. Pero enseguida se corrigió: No importa si sabe, pero igual está en la lucha.
Que es una lucha contra la muerte. Que es una lucha que no puede dar tregua. Que es una lucha que no tiene respuesta ante esa pregunta crucial: ¿Por qué a mí?
Son cientos. Son miles. En la lista podemos estar todos, cualquier rato. Basta un signo. Una tos. Un ganglio inflamado. Un decaimiento. Una mínima molestia.
Hasta que llega el diagnóstico: cáncer.
Y es en ese momento crucial cuando se descubre que hay manos que se extienden, hay corazones que palpitan generosidad y entrega, hay quienes –sacrificándolo todo– se juegan por ellos. Se juegan todo para intentar que ellos vivan.
Así ha sido durante muchos años, desde que la iniciativa de la lucha contra el cáncer se plasmó en hospitales, en equipos, en médicos, en enfermeras.
Pero ahora resulta que lo importante es de dónde vienen los fondos, quién los entrega y cómo. Y que si no llegan, reclamar es impropio y hacerlo públicamente constituye una afrenta, un irrespeto que merece sanción.
Una estúpida sanción contra la vida.
Una pena de muerte. (O)

No hay comentarios:

Publicar un comentario