martes, 23 de diciembre de 2014

Por Roberto Aguilar
·         Manifiesto
El secretario general de la Administración del Ecuador, Vinicio Alvarado, en un arrebato de sinceridad que se agradece, comparó al correísmo con el fascismo de Mussolini y de Franco. Dijo que esos gobiernos, lo mismo que el suyo, tuvieron muchas cosas buenas más allá de la política; ellos también desarrollaron a sus países; ellos también construyeron carreteras. Es verdad. La bonanza económica de España durante la década de los sesenta, por ejemplo, es un mérito que nadie puede negárselo a Franco. En esos años España mantuvo un crecimiento sostenido del siete por ciento, sentó las bases de su industria y se afianzó como potencia turística mundial gracias a la inversión en infraestructura, hasta el punto en que se llegó a hablar, seguramente con exageración, de un milagro español comparable al alemán.
Lo que pasa es que, cuando se revisa los expedientes del franquismo en materia de derechos humanos y se observa sus cárceles llenas de presos políticos, la proscripción de partidos, los fusilamientos y la supresión de libertades públicas, cualquiera pierde las ganas de celebrar los logros económicos. Un periodista extranjero que, en esa época, hubiera viajado a España para entrevistar a Franco sobre esos logros de forma que el dictador apareciera como ejemplo para países menos desarrollados no sólo habría cometido una torpeza política sin nombre: habría hecho un flaquísimo servicio a los españoles al ayudar a consolidar la imagen internacional del viejo crápula.
Eso que con Franco habría sido inadmisible es lo que acaba de hacer el periodista español Jordi Évole con Rafael Correa. Ya, que Correa no es Franco, que no ha fusilado a nadie, apenas ha institucionalizado el asesinato simbólico y el insulto como recurso habitual del debate público (se dice fácil). No le hace. Évole llega a un país donde no existe independencia de funciones, donde la tesis oficial al respecto, proclamada por el propio secretario general del partido en el Gobierno, es que Montesquieu y su teoría de los tres poderes han sido superados; un país cuyo Presidente emprende una reforma del sistema judicial con el objetivo confesado de “meterle la mano”;  un país donde el secretario jurídico de la Presidencia dirige cartas amenazadoras a los jueces para recordarles lo que él considera son sus obligaciones; un país donde las organizaciones sociales se controlan por decreto;  un país donde se proscribió una organización ecologista con el argumento de que se metió en política, como si la militancia ecologista pudiera ser otra cosa que política; un país donde el Estado ha declarado la guerra a los medios de comunicación que no controla; un país donde la Constitución aprobada por el pueblo está a punto de ser reformada sin consulta democrática para permitir, entre otras cosas, la reelección indefinida del caudillo; un país que ya cuenta sus primeros muertos entre los líderes indígenas que se oponen a la extracción minera en lugares de altísima biodiversidad que además forman parte de sus territorios ancestrales; un país que reconoce el estatus beligerante de las FARC pero acusa de terroristas a sus dirigentes sociales, y donde los estudiantes de colegio que salen a manifestarse y quiebran un vidrio son encarcelados por meses y condenados por el delito de rebelión; un país cuyo gobierno, lo mismo que el de Fujimori o el de Videla, se ha propuesto acabar con el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que durante décadas ha sido el último recurso de los perseguidos y los torturados en el continente… En fin; Jordi Évole llega a ese país para entrevistar a su Presidente y el resultado es un programa de televisión en el cual se consagra a ese Presidente como ejemplo para el mundo, especialmente para España y el resto de países endeudados de la Europa en crisis. Una ingenuidad política imperdonable en un periodista de su experiencia y un flaco, flaquísimo servicio para los ecuatorianos.
¿Ingenuidad o negligencia? Cuando uno observa el programa de Évole, que en realidad no trata sobre el Ecuador sino sobre España y, concretamente, sobre la deuda española, es imposible no pensar en Julien Assange. El hacker australiano, refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres y considerado por muchos como un apóstol de la libertad de prensa, tiene del Ecuador –país del que lo ignora todo– un concepto más bien pobre. De haber vivido en el Ecuador, Assange probablemente estaría preso y con toda seguridad enjuiciado por atreverse a publicar documentos reservados. Cuando en CNN le pusieron esa realidad por delante y le preguntaronsobre los difíciles momentos que atraviesa la libertad de prensa en el Ecuador, este apóstol de la libertad de expresión respondió: “Ecuador es un país insignificante”. Esta semana repitió algo parecido en una entrevista con Perfil.com. Le preguntaron si no le preocupaba asilarse en Ecuador, “un país que no tiene fama de tratar bien al periodismo”, y contestó: “no entiendo por qué estamos hablando de esto”.

Y sí. Ecuador es un país pequeño que no pinta mucho en la geopolítica mundial. Sin embargo, los ecuatorianos creíamos merecer al menos un poco de solidaridad internacional cuando se atropellan nuestros derechos y se disminuyen nuestras libertades. Especialmente de gente tan abiertamente identificada con la izquierda o aparentemente tan preocupada por las cuestiones sociales, los derechos de las minorías y la resistencia de los indignados, como Julien Assange o Jordi Évole. Gran error. Esa arrogancia primermundista según la cual la política es algo que sólo ocurre en los países importantes está hoy tan vigente como siempre. Parece una actitud tan natural que probablemente Jordi Évole ni cuenta se dio de lo que hizo. Así, mientras el correísmo sea funcional al proyecto político de Podemos o lo que fuese, los ecuatorianos deberemos sufrir nuestra propia insignificancia y sentarnos a contemplar cómo el prestigio político de nuestro caudillo se afianza en el planeta.

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