martes, 14 de enero de 2014

¿Correa se impondrá líneas rojas?



Por: José Hernández
Director Adjunto
El correísmo obtendrá otra gran victoria en febrero. No hay razones objetivas para pensar lo contrario. Salvo Guayaquil, si la lógica tiene aún asidero, el Presidente habrá concluido la tarea de alinear, a su favor, los factores políticos nacionales y locales.
Correa se desprendió, primero, de sus aliados, renegó de parte del texto constitucional que hoy ve como una camisa de fuerza, puso en cintura a los militantes que creían que podrían pensar por cuenta propia, creó un Estado de propaganda, alineó a los empresarios, controló los movimientos sociales y, ahora, se dispone a convertirse en el jefe de líderes y caciques locales. La concentración de poder es inconmensurable. El correísmo tendrá, al fin, un perfil de cuerpo entero: un movimiento político ecléctico, hecho con retazos de la política nacional, deslindado por completo de la izquierda ortodoxa y cuyo referente ideológico mayor es un nacionalismo de uso múltiple.

En el correísmo caben todos: viejos populismos, derechas e izquierdas, creyentes y agnósticos, progresistas y reaccionarios, patronos y obreros, tecnócratas y politiqueros… Correa ya no le debe nada a nadie y se apresta, en estas elecciones, a perfilar el viejo sueño de articular políticamente la fanesca nacional. Tres condiciones prevalecen: querer que el país cambie, cerrar los ojos sobre las formas en que su Gobierno opera y admitir una sumisión incondicional al líder. La lluvia de petrodólares le aseguran condiciones económicas que ningún otro Presidente ha tenido.
Correa expandirá, entonces, su margen de maniobra política. Su reto ya no estará en convencer a los electores que su modelo político, que surfea sobre una bonanza económica regional innegable, es exitoso. Su mayor desafío está en encontrar líneas rojas para evitar que su Gobierno caiga en el despotismo absoluto. Por ahora, él ha probado que las líneas rojas tradicionales, aún aquellas que aceptó tener en la Constitución, le son ajenas. No hay, por lo que se ve, obstáculo alguno a su voluntad. O a sus decisiones. No hay institución alguna (aún aquellas cuya vocación es refrenar al Estado, como la Defensoría del Pueblo) que muestren un mínimo de autonomía con respecto a acciones en las cuales no se respetan ni las formalidades jurídicas.
Políticamente, Correa no tiene paciencia. A nadie en su entorno debe parecer inaudito que las diferencias, naturales en cualquier democracia, sean judicializadas. Humberto Cholango, tan aplicado para votar la Ley de Comunicación, por ejemplo, ahora está incluido, con otros indígenas, en una indagación previa por delitos casi virtuales... A nadie de su entorno le debe parecer violento, lo que hizo el Gobierno en el apartamento de Villavicencio, en presencia de sus niños. A nadie le debe parecer fuera de toda lógica condenar a Mery Zamora a ocho años de cárcel por supuestos actos de terrorismo y sabotaje. A nadie de su entorno le debe parecer absurdo que el Presidente, con el poder inconmensurable que tiene, corra tras una caricatura y pida que se pruebe lo que allí se dice. Y que una autoridad, que como otras oye las órdenes que se dan en las sabatinas, haya iniciado ese proceso…
El reto de Correa es, entonces, ponerse líneas rojas. Un reto tan inconmensurable como su poder, porque él no tiene, al parecer, una masa crítica en la cual crea. Un día hace odas al señor Delgado y hasta homenajes. Meses después, pregunta quién puede creer en ese señor. Y no parece que nadie en su entorno evalúe lo grave que resulta para la salud de la opinión pública (no para la política, pues el activismo ha mutado en misticismo) oír al Presidente afirmar lo uno y lo otro.
El correísmo ya no es una maquinaria política: su poder lo ha convertido en una maquinaria de Estado librada a sí misma, sin línea roja alguna en el horizonte y tentada de imponer, con juicios, persecuciones y cárcel, sus razones. El desafío del Presidente no es temer a la oposición, prácticamente inexistente: es preguntarse si acepta las líneas rojas que están en la Constitución. Si no lo hace, él debe saber que el destino de cualquier gobierno desmandado –de eso están llenos los libros de historia– es el despotismo absoluto.

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