martes, 28 de enero de 2014

Bonil, el innecesario



Por: Francisco Febres Cordero
Como caricaturista, Bonil ha ejercido el humor por muchos años. Humor político y también del otro, ese que comienza por burlarse de sí mismo y termina por burlarse de las situaciones cotidianas. Para eso, solo ha estado armado de un ingenio tan afilado como su lápiz. Así, hasta que ahora le han cambiado su título de humorista por el de agitador social, sujeto peligroso que merece ser aherrojado con los grilletes del silencio.
En realidad, en épocas como las que vivimos, ¿a quién le importa que Bonil se calle y deje que su talento se vaya enmoheciendo en el ostracismo? Y es que ante el humor que destilan las manos lúcidas, los corazones limpios y las mentes ardientes de los revolucionarios, ¿para qué más?

Un funámbulo en el palacio donde mora el excelentísimo señor presidente de la República ya lo dijo en su momento: Rafael Correa no insulta a nadie, sino que, por una parte, habla como costeño y, por otra, emplea su connatural ironía para referirse a sus adversarios. Con eso dejó sentada una premisa: el excelentísimo señor presidente de la República es dueño de un sentido del humor personalísimo, que marca un hito revolucionario en la historia del gracejo nacional. Es tan chispeante que cuando califica a cualquiera de imbécil, el imbécil y su familia se mueren de la risa y, con ellos, todos los ecuatorianos. Y no se diga cuando a cualquiera le dice puerco, miserable, bruto o corrupto. Nadie, que se sepa, ha empleado la ironía con tan sutil sapiencia, hasta lograr que el país espere cada nueva sabatina con festiva ilusión, en la certeza de que será espectador de las tres horas más sabrosas de jolgorio y carcajadas.
En realidad, si algo hay que agradecer al gobierno de la revolución ciudadana es su capacidad para mantenernos en un estado de gozo permanente. Los comecheques son personaje que engrosarían con ventaja cualquier farsa, la narcovalija es una mogiganga magistral, y el permiso para que Pedro Delgado viajara a Miami es un maravilloso entremés propio de la picaresca. Y así, una tras otra se han ido sucediendo las escenas que tornan innecesaria la presencia de cualquier representante del humor que no salga de la siempre nutrida y bien pagada trupé del oficialismo.
¿No fue acaso un gran chiste que el Instituto de Propiedad Intelectual copiara del internet su logotipo, o que el vicepresidente de la República sacara del rincón del vago buena parte de su tesis de grado? ¿Y no fue una bufonada que a las asambleístas que luchaban por la despenalización del aborto se les sancionara por pensar por cuenta propia? ¿Y no es para carcajearse que luego de haber pregonado la ecología como un bien absoluto, se decidiera explotar el Yasuní?
Ante tanto humor que nos llueve desde las alturas del poder, Bonil resulta del todo innecesario. Además, como un simple ciudadano del montón, no está ni de lejos a la altura de la majestuosa agudeza del excelentísimo señor presidente de la República ni del grupo de saltimbanquis que le hacen la corte.

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