jueves, 26 de octubre de 2017

Moreno conserva, en tono descafeinado, la visión del Estado correísta

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¿Qué se antoja pensar con la derogatoria del decreto 16 y la promulgación del 193 que facilita y promueve una mayor participación social pero mantiene el mismo papel regulador y de tutelaje del Estado sobre el activismo social? Que el gobierno de Lenín Moreno es una versión descafeinada y reencauchada del gobierno anterior y no una auténtica alternativa.
El decreto 193 que Moreno anunció el lunes 23 de octubre trae, sin duda, importantes avances para facilitar que los ciudadanos se agrupen para hacer activismo público pero, en su esencia, guarda el mismo espíritu que el Decreto 16 de autoría de Rafael Correa que regulaba y controlaba toda forma de participación social. A pesar de una importante eliminación de trabas burocráticas, cierta disminución del poder del Estado y menor discrecionalidad para su interpretación a favor del poder, el decreto de Moreno sigue siendo un instrumento para que el Estado y los gobiernos de turno apadrinen y controlen cualquier iniciativa de participación social. 
Es verdad que quita a la autoridad gubernamental poder discrecional para interpretar algunas causales de disolución de las organizaciones sociales, pero el nuevo decreto conserva algunas de las que abrían la puerta para que el Estado abuse de su poder.  Ahí donde el 16 de Correa decía que las organizaciones sociales pueden ser disueltas por el gobierno si intervienen en políticas públicas que atenten contra la seguridad interna o externa del Estado o que afecten la paz pública, el 193 de Moreno mantiene la parte inicial de esa causal que señala que una organización social será disuelta si se dedica a actividades de política partidista. Es decir, el gobierno decidirá, en última instancia, si A ó B está haciendo o no política partidista; un concepto que resulta demasiado amplio considerando que toda actividad social es, en esencia, política.  Además, sostiene el principio según el cual únicamente las organizaciones registradas ante el Gobierno son legales.  
Si no es para participar en temas de política pública, la conformación de agrupaciones sociales carece de sentido. ¿Hasta dónde la participación social en temas de política pública no es política susceptible de ser calificada de partidista? La línea que separa o que se supone que separa la política pública y la política partidista es tan fina y difusa que difícilmente habrá una posición unívoca sobre el tema. Lo que es política social para unos, perfectamente podría ser política partidista para otros. En resumen, tanto el Decreto 16 de Correa (mucho más grosero y directo) como el 193 de Moreno reservan al gobierno de turno la capacidad de decidir discrecionalmente cuál organización social puede seguir funcionando y cuál no. Hacer cooperación con grupos sociales vulnerables para que defiendan sus derechos frente a atropellos a su libertad de expresión, por ejemplo, podría ser interpretado por un gobierno autoritario como actividad política reservada a los partidos políticos. Lo mismo podría ocurrir con una organización que hace trabajo social con grupos amenazados por poderosas transnacionales mineras.
¿Por qué Moreno reemplazó un decreto por otro que mantiene causales de disolución que abren la puerta al abuso de la autoridad para limitar el activismo político? La interrogante se hace inevitable por la inmensa expectativa que se había generado, sobre todo entre activistas y agrupaciones sociales, ante la posibilidad de que el gobierno de Moreno eche abajo una herramienta legal que había sido criticada por organizaciones de derechos humanos, así como por activistas nacionales y extranjeros que vieron en el Decreto 16 un pernicioso mecanismo de rectoría estatal frente a las iniciativas sociales. “Los funcionarios ahora podrán, en la práctica, decidir qué pueden decir o hacer las organizaciones y esto debilita significativamente el rol de estos grupos como contralores de los actos del Gobierno”, dijo José Miguel Vivanco de Humans Rights Watch cuando Correa anunció su Decreto 16. Belén Paéz, directora de la ahora extinta Fundación Pachamama, dijo en febrero del 2014 que la fundación que dirigía fue clausurada en virtud de ese decreto, gracias a la discrecionalidad que tuvo para decidir que lo que que hacía esa fundación era “política”.
Es indudable que el nuevo decreto hace mucho más difícil a los gobiernos de turno aplicar el principio de no hacer política para cerrar organizaciones sociales, pero la ventana sigue estando abierta y es, precisamente, de ventanas como esa que se sirven los autoritaritarismos. Si bien se reduce al tono y los alcances del tutelaje del Gobierno, el nuevo decreto mantiene ese criterio de que toda participación social debe contar con la rectoría del Estado y se mantiene viva la capacidad discrecional del poder para permitir o negar la inscripción a cualquier organismo de la sociedad civil. Además sigue vigente la ilegalidad de las organizaciones que no estén inscritas en los registros establecidos por el gobierno. Todo esto deja intacta la visión del Estado correísta: vertical y controlador de una sociedad de la que se cree capaz de llevarla de la mano a la felicidad, cuando debe ser al revés.
Sería injusto no reconocer, en todo caso, ciertos avances para la participación social. Algunas organizaciones, como Participación Ciudadana, ya han mencionado algunos. Por ejemplo, se retira la norma que señalaba la potestad de la autoridad de introducir cambios “de oficio” a los estatutos de las organizaciones sociales. Asimismo se elimina la inclusión forzosa de miembros puestos por el gobierno aunque sea en contra de la voluntad de los otros miembros de la organización. También se elimina cargas burocráticas y procedimientos que simplifican trámites para constituir nuevas organizaciones y se introduce la figura de la reactivación de las organizaciones sociales cuando su personalidad jurídica ha sido suspendida, como el caso de la Unión Nacional de Educadores, UNE, o Fundación Pachamama.
Con el Decreto 193 puede ocurrir lo mismo que con la Ley de Comunicación: sigue ahí, casi inactiva, porque el gobernante de turno no la quiere utilizar pero podría ser usada en cualquier momento ya sea porque al presidente se le acaba el espíritu de tolerancia o porque llega uno distinto que no lo tiene ni remotamente. La pistola ya no está al alcance, pero sigue cargada.

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