domingo, 27 de mayo de 2018

POR: Sonia Moreno
Publicado en la Revista El Observador, edición 104, abril de 2018

Cuenca, numen de la poesía
Manuel Muñoz Cueva en su libro Una vida morlaca nos indica que “andando el tiempo con la facilidad de la fantasía surgieron epítetos rumbosos para Quito, Guayaquil y Cuenca, y a esta se la llamó Atenas del Ecuador”. Que mientras Quito, apenas iniciada la república se dedicó a lo político, Guayaquil al comercio; Cuenca se aglutinó alrededor del saber y las letras, puso su interés en las academias, los liceos, los ateneos. Esa Cuenca literaria ha dejado su testimonio en los nombres de sus calles, monumentos, escuelas, colegios, bibliotecas que atestiguan visiblemente el rastro y obra de múltiples creadores, de nombres dedicados al arte y a la ciencia. Muchos de estos nombres se acogieron a la poesía; según Antonio Lloret Bastidas, autor del libro Antología de la poesía cuencana, Tomo II, dirigido a la etapa del Romanticismo, solo de ese período que agrupa a literatos nacidos desde 1829 hasta 1894 año del nacimiento de Remigio Romero y Cordero, poeta romántico y simbolista, cita a decenas de autores. Más de cien años después, a partir de esa fecha ¿Cuántos otros siguen inscribiéndose en las letras cuencanas? Sin olvidar además otros nombres aun cuando fuesen pocos que vienen desde mucho antes, desde la colonia como el de Ignacio de Escandón (1726) conocido por su anecdótico y breve poema ¡Oh flor bella!

 Se ha escuchado más de una vez que en Cuenca casi todos son poetas, poetas anónimos, cuyos nombres no constan en Antologías, ni siquiera, tal vez hayan publicado libros, pero tienen el don de la poesía, dormida en su espíritu que fluye como un canto renovador de su esencia.

 ¿A qué se debe este rasgo inherente al cuencano? Algunos estudiosos sugieren que quizás se deba a su acuarela de ríos apacibles que atraviesan la ciudad rodeada de sauces y eucaliptos; sus colinas que irradian en el horizonte azul de la distancia, sus puentes, sus estrechas calles; pinceladas genuinas que le revisten a Cuenca de un encanto singular. Muchos de los versos de los vates morlacos reflejan sus paisajes bucólicos en donde la naturaleza refulge en todas sus tonalidades verdes, amarillo azul, una verdadera caricia para el espíritu ávido de la belleza visual y vívida de la creación. Ello influye en la mente del cuencano que respira en todos sus recodos la fascinación del paisaje.

 En este incierto siglo XXI entre la expectación y el dolor por los sinsabores que a diario enfrenta la humanidad, el cuencano no lejano a la realidad, cavila en torno a la poesía y al arte, recréase  ante lo peculiar de la antigua Tomebamba de “esta llanura vasta como el cielo”, iluminadora de sus artistas que siguen enriqueciendo a nuestra cultura.

 A cuántos de ellos nos podríamos referir, pero no es de mi agrado mencionar y seleccionar nombres, cada quien tiene sus elegidos, cuyas obras han trascendido lo nacional. En la mente de cada quien se recordarán versos, estrofas, armonías; cada uno podrá hacer su lista de poetas, no importa que sean nombres nuevos o añejos, pues la poesía no envejece ni se limita al tiempo de la modernidad o de lo antiguo, porque un buen poeta y más aun un poema mismo no pasa de moda aunque estuviese relegado por la bruma de los años.

 Igualmente hay poetas de quienes ni una calle lleva su nombre, su obra es grande y grande la ingratitud en la frágil memoria humana. Con permiso de quien lo dijera, hago mías estas palabras: “desmesurada su gloria y desmesurado su olvido”, palabras referentes a Remigio Romero y Cordero, pero que bien podrían aplicarse además a otros poetas de quienes sin embargo su lirismo está allí, resplandecen sus palabras que exceden más allá de lo temporal, aunque no haya de ellos ni un monumento, vanidad inmóvil de su paso por la tierra, perennes quedan en nuestra evocación sus versos.

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