martes, 15 de marzo de 2016

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Germana Soares en su casa en Ipojuca, Brasil, con su hijo de dos meses Guilherme, que ha sido diagnosticado con microcefalia. CreditMauricio Lima para The New York Times
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IPOJUCA, Brasil ⎯ Eran jóvenes y vivían la versión brasileña del sueño americano: tenían un automóvil, eran miembros de una iglesia, empezaban una familia.
Al igual que millones más, habían ascendido a la clase media brasileña. “Todo parecía posible”, recuerda Germana Soares, de 24 años.
Pero en su sexto mes de embarazo, Germana y su esposo descubrieron lo rápido que su destino, como el de su nación, podía cambiar. Un examen de rutina reveló que su hijo pesaba mucho menos de lo que debía. A los doctores les preocupaba que sufriera de microcefalia, un padecimiento incurable en el que los niños tienen cabezas anormalmente pequeñas.
Los doctores la llenaron de preguntas sobre el virus de Zika, que contrajo en las etapas iniciales de su embarazo. Su esposo, Glecion Amorim, de 27 años, se preocupó. Rezó.
Luego vino otro golpe: Glecion, un soldador, perdió su trabajo. El enorme astillero donde armaba buques tambaleaba, al igual que la industria petrolera nacional plagada de escándalos de corrupción.
Su vida cambió por completo. Todas las turbulencias que azotan a Brasil (la corrupción, la peor recesión económica del país en décadas, el regreso a la pobreza de millones de personas, la epidemia del zika y la ola de casos de microcefalia) de pronto tocaron a la puerta de su pequeña casa.
Su lucha es la misma que la de miles de familias brasileñas que hoy enfrentan la posibilidad de criar en la pobreza a un niño discapacitado como resultado del zika.
Los investigadores aún no han establecido con certeza si el virus provoca microcefalia en los bebés, pero por lo menos han nacido 641 brasileños con este padecimiento desde octubre y las autoridades investigan otros 4222 casos, sobre todo aquí, en el empobrecido noreste del país.
El sueño brasileño
Germana y Glecion pensaban que por fin habían escapado de las dificultades en Recife cuando se mudaron a California a principios de esta década. Esos fueron los años de auge, cuando miles de trabajadores invadieron Puerto de Suape, una extensa zona industrial construida para impulsar a Brasil a los primeros puestos de naciones productoras de petróleo.
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Germana Soares, de 24 años, con su hijo Guilherme CreditMauricio Lima para The New York Times
El descubrimiento de grandes yacimientos en el océano y la apertura de una nueva frontera agrícola en el borde del bosque tropical del Amazonas catapultaron a Brasil a la escena internacional, y lo posicionaron como un país que podía satisfacer las necesidades de materias primas de China.
La demanda de trabajadores era tan intensa que los patrones de Glecion le ofrecieron una casa de dos recámaras, una de las casi 800 con diseño casi idéntico en este pueblo empresarial.
Cuando la moneda brasileña estuvo al alza, los ingresos de la pareja sumaban casi 40.000 dólares anuales. Instalaron una gran televisión de pantalla plana en su sala, se unieron a una congregación cristiana evangélica, contrataron a un fotógrafo para su boda, viajaron en moto a playas paradisiacas e incluso fueron de vacaciones en avión a Fernando de Noronha, un archipiélago brasileño en el Atlántico que pocas personas en el mundo llegan a conocer.
Un golpe repentino
Entusiasmados por el embarazo de Germana, organizaron un chá de revelação, una fiesta para anunciar el sexo del bebé. Trataron de mantener la esperanza aun después de que los doctores hablaron sobre la posibilidad de que su hijo tuviera microcefalia. Planeaban abrir una tienda de ropa para bebés con la modesta liquidación que recibió Glecion tras perder su empleo en el astillero.
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Glecion Amorim, a la izquierda, con su esposa, Germana Soares y su hijo GuilhermeCreditMauricio Lima para The New York Times
El 27 de noviembre nació Guilherme. Los doctores dijeron que el bebé parecía estar bien. La noticia provocó gritos de alegría en la sala de espera y una celebración que parecía “una fiesta de Carnaval en la calle”, evoca Soares.
Entonces llegó una enfermera. Algo parecía estar mal al medir la cabeza de Guilherme. La circunferencia era de 32 centímetros, el límite para considerarse microcefalia en ese momento. El silencio inundó el cuarto del hospital mientras los miembros de la familia escribían la palabra “microcefalia” en sus teléfonos para buscarla en internet.
“Escuché 32 y me puse a llorar”, dice Glecion.
Los exámenes confirmaron que Guilherme presentaba daño cerebral asociado a microcefalia.
La noticia llevó a la pareja a replantearse todo. Germana se había sentido tan optimista al enterarse de su embarazo que había renunciado a su trabajo como agente de bienes raíces y planeaba dedicarse a la crianza de su hijo con el salario de su esposo. Sin embargo, cuando él perdió su empleo, se hallaron en la estela de la crisis económica de Brasil. Más de seis millones de brasileños han pasado de la clase media a la pobreza desde 2014, de acuerdo con los economistas de Bradesco, uno de los principales bancos de Brasil.
En lugar de abrir una tienda de ropa, como se habían imaginado, Glecion invirtió en algo más accesible: un vehículo para arena. Todos los días va a Puerto de Gallinas, una zona hotelera cercana, y trata de vender un paseo de playa a los turistas. En un buen mes gana cerca de 625 dólares. La familia tendrá suerte si su ingreso anual llega a los 7000 dólares.
“Debo seguir sonriendo y ser amigable a pesar de todos los pensamientos que cruzan por mi mente”, reconoce Glecion.
Germana asegura que poco a poco se está dando cuenta de que quizá nunca pueda tener un empleo normal otra vez debido al tiempo que exige cuidar a un niño con microcefalia. Quienes padecen esta condición a menudo presentan problemas de lenguaje, pérdida auditiva y problemas de aprendizaje.
“Me consideraba una mujer independiente”, añadió, haciendo una pausa para mirar por la ventana. “Pero esa fase de mi vida terminó. No puedo regresar al trabajo”.
Una rutina exigente
Germana sale de casa dos veces a la semana para acudir a citas con doctores en Recife, por lo que debe levantarse junto con Guilherme a las cinco de la mañana para subir a una camioneta que las autoridades municipales dedican al transporte de pacientes.
Su mudanza a California, que alguna vez fue símbolo de sus ambiciones de independencia, ahora es un peso cruel. Mientras Glecion recorre las playas en busca de clientes, a veces algún familiar de Recife visita a Soares y Guilherme. Pero los parientes tienen sus propios empleos y familias, así que pasa muchos días sola con su hijo.
Pero trata de mantener algún sentido de normalidad. Elefantes, hipopótamos y leones bordados adornan las paredes de la habitación de su hijo, debajo de las palabras “El safari de Guilherme”. Un mosquitero rodea su cuna.
Germana se mantiene informada sobre la microcefalia a través de WhatsApp, por donde se comunica con otras mamás que recientemente han dado a luz bebés con el mismo padecimiento. Intercambian noticias sobre la propagación del zika, información sobre microcefalia, noticias de posibles subsidios de alrededor de 200 dólares mensuales a familias pobres con bebés con microcefalia, e incluso una que otra broma para subir los ánimos.
Una de las madres en Salvador, a 675 kilómetros de Recife, ha comenzado a escribir poemas que comparte en el grupo de WhatsApp. Uno de sus escritos, “La microcefalia no es el fin”, hizo tanto eco en Soares que lo recita cuando los ánimos en su casa comienzan a decaer.
“¿Sabes lo que es el prejuicio? /
Es algo que no nos afectará / 
Porque estamos aquí /
Para luchar por nuestros ángeles /
Ánimo para salir adelante
Glecion dice que está demasiado ocupado tratando de conseguir dinero como para concentrarse en su infortunio. Cuando llega a casa después de trabajar, busca en internet trabajos de soldador, preguntándose si es sensato solicitar empleo en el lejano Mozambique, donde se habla portugués.
A pesar de lo que dicen decenas de estudios médicos, aún dice tener esperanzas de que Guilherme no tenga microcefalia, y enfatizó que la circunferencia de su cabeza se encuentra en el límite superior del rango para el padecimiento.
“No es que no acepte a mi hijo”, aclara. “Pero en mi mente, él es normal”.
Mientras se adaptan a los desafíos y los gastos de criar a Guilherme, los esposos también están tratando de evitar el desalojo. El astillero intenta recuperar la posesión de su casa. Argumenta que Amorim no trabajó suficiente tiempo como para ser dueño de la propiedad.
Desde su puerta, Germana y Glecion pueden ver el quemador en la refinería de Puerto de Suape, cuya construcción costó cerca de 20 mil millones de dólares, casi ocho veces del cálculo original. Como muchos otros proyectos que arrancaron en Brasil en los años de vacas gordas, nunca se terminó.
“Es como si estuviéramos encallados aquí”, dijo Glecion, mientras arrulla en brazos a su hijo. “Nunca imaginé que esta sería la vida que le tocaría a Guilherme”.

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