viernes, 20 de junio de 2025

 La ley y el dinero no tienen alma, se las da el hombre

Simón Espinosa Cordero

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.

El fin no justifica los medios cuando estos anulan lo que se busca defender. Si combatir el crimen implica eliminar las garantías que protegen al ciudadano, el Estado no ha vencido, se ha suicidado.

Con el ánimo de incorporar herramientas para descoyuntar las estructuras criminales, cortar el flujo de recursos económicos que engorda a los criminales y apoyar a la doliente y espantada comunidad, el gobierno tramitó y puso en vigencia dos normas importantes: la Ley Orgánica de Solidaridad Nacional y la Ley Orgánica de Inteligencia. Ambas normas buscan fines legítimos.

Al aplicarlas, se corre el riesgo de cruzar la delgada línea roja entre un país que se defiende y un Estado que podría volverse abusivo. De hecho, puede debilitarse el ordenamiento jurídico y la democracia legitima que sostiene al régimen.

No dudamos de la buena intención del gobierno. Así como el dinero puede comprar o cocaína o veneno o pollo frito, o hasta una ley que, por justa que parezca, podría volverse peligrosa en manos equivocadas. Corresponde, pues, vigilar —con responsabilidad republicana y sabiduría política— que las normas hoy indispensables no se transformen mañana en azotes para las espaldas de la gente.

La nación sabe que un narcoestado no es solamente una suma de delitos, sino una forma parasitaria de poder incrustada en las instituciones. Esto exige algo más que leyes ordinarias para enfrentarlo; exige medidas extraordinarias, pero desde el Derecho y no contra él, porque no se combate una ilegalidad con otra, ya que dos errores no suman un acierto.

Esta lucha es necesaria; pero si el Estado se convirtiera en agresor de inocentes, la sociedad no tendrá un enemigo: tendría dos.

El primero sería el narcoestado. Un poder paralelo que corrompe burocracias, jueces, fiscales e instituciones; que manipula leyes y usurpa el monopolio legítimo de lo severo para convertirlo en delincuencia, crimen e impunidad, en creciente nivel, en miedo de toda la gente.

El segundo enemigo es el Estado cuando emite leyes que habilitan detenciones y allanamientos sin filtro judicial, interceptaciones sin autorización, espionaje indiscriminado o agresión a los derechos civiles. Si el Estado deja de ser garante del ciudadano se convierte en su agresor, y por tanto, la democracia se vuelve perversa.

¿Cómo enfrentar el narcoestado sin convertirnos en su reflejo? ¿Es posible defenderse sin autodestruirse? Claro que sí. No bastan solamente las reacciones legislativas; son necesarias sabiduría política, cultura constitucional, vocación republicana, coraje moral; hacer lo correcto, no lo conveniente. Recordemos que la primera obligación del poder no es sobrevivir, sino respetar la razón de su propio origen: el pueblo soberano.

Esto implica no tratar a la población civil como enemiga, ni legislar por reacción; no reemplazar garantías ciudadanas por eficacia represiva, ni convertir la excepción en regla permanente; no sacrificar la democracia constitucional en nombre de la seguridad, ni prescindir del control judicial purificado que limita al poder ejecutivo, contrapeso irrenunciable y tutela de las garantías ciudadanas. Una república lúcida, no una burocracia reactiva.

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