viernes, 2 de febrero de 2024

 

Puede ser una imagen de monumento
EL BRONCE MONTALVINO
Era el 10 de agosto de 1911. Ambato inauguraba, con entusiasmo fervoroso, la estatua del menor de los vástagos varones de aquel matrimonio de hacía una centuria. De aquel llamado Juan que por sus grandes hechos enalteciera de tal modo el apellido Montalvo, que basta la resonancia de sus tres sílabas para identificar al adalid que tanto combatiera los despotismos, y para ubicar al escritor en el alto lugar que le corresponde en las letras de Hispanoamérica.
Ambato es cuna de varones eminentes. Tres de ellos llevan el nombre de Juan para hacer honor al profeta, Juan el Bautista, patrono de la ciudad desde su fundación. También tuvo -¿por qué no decir que aún lo tiene?- otro patrono en el apóstol Pedro, patrono de sus latitudes agrarias, de sus campos úberos de pansembrar, de sus huertos henchidos y sus jardines unánimes.
Pero Ambato, a principios de siglo, aún vestía sayal pueblerino en su arquitectura incipiente. Eran contadas las excepciones de casa de dos pisos con que pretendía comenzar su vida de ciudad. Sin embargo, como tímida reminiscencia española, tenía pequeños tramos de soportales, ahora en inminente peligro de desaparición definitiva. La sede del Ayuntamiento con sus dos pisos enjalbegados mostrábase airosa con su torrecilla y su reloj. Pero en el espíritu de los ambateños latía el ímpetu de hacer de Ambato una gran ciudad. Querían para ella un inmenso porvenir de claros horizontes. Tenían para su anhelo un profundo y vital ancestro de energía: desde los más remotos días coloniales en que tomaban el fusil en toda asonada de insurgencia por la libertad, y llegaban al cuartel por caminos cien veces recorridos.
Lo dije antes y lo repito ahora: el ambateño lacta en el pezón materno mística de montalvismo, y recibe en su pecho la impronta de la ambateñía. Para el ambateño no habrá nunca ciudad más hermosa, más castiza, más valiente que Ambato.
Con esa mística y esa impronta asistí en mi niñez a un acontecimiento extraordinario, que golpeó en mi espíritu con destino inexorable. Vi por vez primera, la figura de Montalvo, de cuerpo entero, vestido de bronce de consagración gloriosa, el bronce de Pietro Capurro. Lo miré hombre-isla de grandeza, prisionero de soledad, en el aislamiento de su propia grandeza, en el parque que desde entonces delimita una verja de piedra y hierro. Lo contemplé hombre-picacho en línea inflexible de quien nunca conociera la curva servil de las genuflexiones.
No me importó, y seguramente no comprendí el decir popular que el rostro de este Montalvo-símbolo no es el mismo ni tiene los rasgos románticos auténticos del rostro de huesos, músculos y epidermis del Montalvo-hombre en materia anatómica perecedera. Había mirado la figura del ambateño inmenso. Que el artista hubiera acertado o no en su interpretación no era asunto que me importara si no lo comprendía. En oportunidad precisa, cuando la mística de montalvismo me lo mandara, recrearía en mi intuición la imagen de Montalvo. Como creo que debió ser, como fue. Como Montalvo mismo me lo diría en la página de su autorretrato. Como lo he contemplado durante largas horas en su despojo humano de estatua yacente, en decúbito dorsal de pergamino embalsamado.
Después lo he mirado en la plástica de casi un centenar de artistas, que en bronce, piedra, óleo, témpera, crayón, plumilla… interpretación sicológica de cada uno de los artistas que la realizan. Pero de Montalvo existen también dos fotografías de talleres profesionales del exterior, que han captado con rigurosa exactitud la somática del ambateño egregio…
Y una duda me obsede inmisericorde: ¿estamos viviendo una farsa? ¿es el rostro auténtico de Montalvo el de la estatua realizada en bronce por Pietro Capurro?
Al finalizar su ensayo acerca de Montalvo en la tríada de figuras estelares de América, el maestro uruguayo, con taumaturgia de iluminado, escribe estas palabras proféticas:
“Cuando en un cercano porvenir, los pueblos hispanoamericanos pongan en acervo común las glorias de cada uno de ellos, arraigándolas en la conciencia de los otros, la imagen de Montalvo tendrá cuadros y bustos que la multipliquen en bibliotecas y universidades de América. La posteridad llamada a consagrar los laureles de este primer siglo dirá que entre los guías y mentores de América, pocos tan grandes como el hijo de Ambato”.
No como un viento súbito de laureles; con pausado, pero incontenible ritmo de ola que crece en la playa, o de artista que cincela mármol de inmortales, el vaticinio se cumple.
Montalvo fue la primera figura egregia del bronce estatuario ambateño, y en Ambato se vistió Montalvo, por primera vez, erguido de cuerpo entero, en bronce de gloria.
La aurora del presente siglo se anunciaba con alborozo. Coincidiendo con este acontecimiento, el Congreso Nacional decretó la erección de una estatua al escritor que, con su vida y su obra, rompiera fronteras internacionales para la resonancia de su nombre. EL Ecuador comenzaba a pagar su deuda en mora de justicia y homenaje al adalid comprometido en lucha sin tregua por los principios más puros de libertad y democracia. Casi de manera simultánea, las efigies de Montalvo, Alfaro y Olmedo presidieron, en París, el pabellón ecuatoriano de la Exposición Universal, en busto realizado por Fermín Michelet. Después vendría el ingreso montalvino a la estatuaria parisiense, que alcanzan únicamente los ungidos por la consagración de la fama en camino de universalidad. En otro aspecto iconográfico, Rafael Salas, artista quiteño de bien ganado prestigio en la plástica de la pintura, llevó al lienzo el primer retrato de Montalvo, el año 1903. Salas conoció personalmente al ambateño insigne en su vital energía humana, y logró una interpretación exacta, de líneas precisas, según las reglas del arte clásico. Su visión de la imagen montalvina tiene paralelismo con la del escritor que, años más tarde, intuiría la silueta de Montalvo erguida “como un bastón de ébano”, “enfundado en su levita impecable, dando sol a los anillos de azabache que burlan al viento desde su cabeza de medalla antigua”.
Pasaron once años para que se cumpliera el decreto legislativo: desde el 16 de octubre de 1900 hasta el 10 de agosto de 1911 en que se inauguró el monumento. Después de este memorable suceso en los fastos de la ambateñía, la estatuaria ha progresado con celeridad en los últimos años. A lo largo de siete décadas se han levantado otros pedestales consagratorios del reconocimiento nacional a Luis Martínez, novelista, pintor, agricultor, teniente político de aldea, ministro de Estado, en bronce de Cassadio; a Pedro Fermín Cevallos, patricio, historiador, lingüista, en busto de Luis Mideros; a Juan León Mera, polígrafo, crítico, poeta, autor del Himno de la Patria; otra vez a Luis Martínez, precursor también de la novela realista; a Juan Benigno Vela, tribuno, jurisconsulto, periodista liberal de recia contextura doctrinaria; los tres últimos en bronce de tamaño heroico, en realización de Alfredo Palacio. Y nuevamente Montalvo, sendos bustos de piedra y bronce, de Luis Mideros.
Son las consagraciones ineludibles. Junto a ellas hay otros bronces menores. Y la ausencia de uno o dos más, de hombres que tienen también derecho a la perennidad de su memoria.
Pero Montalvo fue la primera figura del bronce estatuario de Ambato. Seguirá siendo primero en el largo camino hacia la universalidad de su nombre.
El arte de la fundición de bronce para estatua comenzó en el país, quizá a mediados de la segunda década del siglo bajo la enseñanza y dirección del italiano Luigi Cassadio. Como mínima demostración de su calidad de artista diremos que de sus manos creadoras surgieron la estatua del ilustre prelado e historiador González Suárez, erigida en la capital de la República, y el busto de Luis Martínez, que se inauguró en Ambato, en 1918, en el jardín frontal de la antigua Quinta Normal de Agricultura.
Pasarían aún algunos años hasta la llegada de los Mideros: Víctor, pintor de poderosa inspiración de motivos bíblicos, que sobrepasa lo misterioso y sobrecogedor que señala una extraordinaria época del arte ecuatoriano.
Además, en Luis Mideros hay una circunstancia que lo relaciona de manera especial a Montalvo. Destinado estaba a contribuir, cualitativa y cuantitativamente, con su quehacer artístico, lleno de mística de montalvismo, al cumplimiento del vaticinio rodoniano. Mideros llevaría la imagen del ambateño inmenso a bibliotecas y centros culturales, a redacciones de diarios y universidades del país, y de otras ciudades de lejanas geografías y latitudes.
Decenas de bocetos y dibujos hizo Mideros de los rasgos somáticos del rostro y la cabeza de Montalvo. Estudios de interpretación sicológica hasta obtener el perfil que buscaba con el cual habría de inmortalizarlo. Y cuando lo aprisionó y quintaesenció en su retina artística dio luz verde –nunca opacada, menos extinta, hasta su muerte- a su caudalosa y estupenda obra de estatuaria montalvina. Sus Montalvos broncíneos están a lo largo de dos Américas desde Managua, en la Galería de Americanos Ilustres del Teatro Rubén Darío, hasta el Paseo Carrasco, de Montevideo.
Los bronces montalvinos de Mideros tienen carácter definitivo. Sobre todo, en este último aspecto, el espíritu rebelde, indomable, henchido de fuerza y energía vital del ambateño. Fuerza y energía que superviven e irradian hasta del interior del mismo bronce. Que lo encienden como antorcha. Llama que ilumina y quema. Lejos se encuentra de los Montalvos de Mideros la más pequeña reminiscencia racial que no fuese la de un mestizo americano de noble altivez. Su cabellera de anillos nubios no se alborota al embate del tiempo: lo detiene y lo doma. Sus labios se aprietan con el rictus que tuvieron en vida: el rictus de desdén y de tristeza al cual se refirieron Roberto Andrade y Abelardo Moncayo. Si hubiera realizado Mideros una estatua de cuerpo entero de Montalvo, no lo hubiera vestido de levita como recién salida de la plancha del artesano, pero tampoco abierta al desgaire en desgarbada actitud incongruente con la pulcritud de su costumbre.
Pero vamos al primer bronce de la estatuaria montalvina, y del escultor que lo realizó a principios del siglo. La estatua que se yergue en su alto pedestal del parque que lleva el nombre del escritor egregio. La historia del monumento debe hallarse en el archivo municipal: el contrato con el escultor, las características de la estatua, los detalles del pedestal; la figura simbólica de mármol que complementa el conjunto; el costo de la obra. De igual manera, el contrato con el señor Alfonso R. Troya, quien tuvo a su cargo los trabajos de construcción del monumento y del parque delimitado por verja de hierro sobre zócalo de piedra. Nosotros no hemos podido encontrar dichos documentos.
No voy a hacer historia del monumento. Ni a juzgar su valor artístico. No quiero interrogarme ni responderme a mí mismo si con este bronce se ha rendido homenaje a la grandeza de Montalvo. Mi propósito es distinto, de sencillez absoluta, aunque involucre graves responsabilidades y consecuencias ya extemporáneas desde luego. Sin embargo, rectificaría una falsedad histórica y se saldría por los fueros de la verdad. Para fundamentar mi aserto, existe prueba plena e irrebatible en dos fotografías que constituyen historia, testimonio documental, acusación de un fraude artístico por suplantación de imagen de personaje.
La primera fotografía, que debe corresponder al año 1908 es de la maqueta de la estatua, y tiene en el plano inferior una firma perfectamente legible: Pietro Capurro. La curiosidad surge de inmediato.
¿Quién fue este Pietro Capurro, y cuál su solvencia profesional y moral de artista? La Enciclopedia Espasa, y otras, ignoran este nombre. Como única referencia particular se conoce que en el Cementerio Municipal de Guayaquil existen algunas muestras de la escultura de Capurro.
Sin embargo, fue con Pietro Capurro que se contrató la realización del monumento a Montalvo, según la imagen de la maqueta. Y los decires populares, desde el momento mismo de su inauguración en 1911, referíanse, en duros comentarios, a la inquietud de que a la estatua montalvina se la sometió a una extraña y delictuosa mutilación. Se daba por cierto que por graves errores de fundición la cabeza broncínea de la estatua habría sufrido daños irreparables. Después, la premura del tiempo, la pérdida del material, y quien sabe qué otra circunstancia, obligaron al escultor a sustituirla con otra cabeza que talvez estaba arrinconada en el taller y que podría pertenecer a cualquier otro personaje de ilustre anonimato para nosotros, menos al ambateño egregio.
La otra fotografía, corresponde precisamente a la efigie que desde hace 70 años permanece en el pedestal del monumento montalvino. Basta un ligero estudio comparativo de las dos fotografías para establecer las diferencias. En la actual ha desaparecido la camisa de cuello de la época, y la corbata de ancha lazada como alas de mariposa. Están sustituidas por una guerrera militar cerrada, de besagliero o de oficial general prusiano. El rostro no es el del mestizo americano que denunciaba en su perfil somático la inteligencia, la arrogancia, del adalid inexorable. El rostro de la suplantación es de un hombre europeo, ario si se quiere, frío, inexpresivo, totalmente distinto al rostro de Montalvo.
Pablo Balarezo Moncayo

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