domingo, 24 de noviembre de 2024

 

Héroes Anónimos
Un día, la montaña se tiñó de fuego, como si el cielo hubiera decidido dar la espalda y dejar caer sobre el majestuoso Cajas toda su indiferencia. Pero no era el cielo el culpable, nunca lo fué, las llamas nacieron de manos humanas, de esas manos que no entienden lo sagrado, que mutilan la vida, disfrazadas de catástrofes naturales inexistentes.
La paja dorada se hizo negra, y los árboles nativos, guardianes silenciosos del tiempo, se rindieron al abrazo implacable del carbón. Los animales, sabios en su instinto, corrieron como sombras entre las brasas. Huyeron sin rumbo. Pero no todos escaparon, algunos cuerpos diminutos quedaron convertidos en hojas negras de un otoño sin final. Y al caer la noche, el páramo, que debía ser refugio, se convertía en una tumba abierta bajo un cielo que no quiso llorar.
El sol, amigo eterno, que tanto se anhela en los días fríos, llegó implacable, secando cada gota que pudo haber sido alivio, la última esperanza. La lluvia, invocada con rezos y susurros, no respondió. Y el agua, ese hilo de vida que sostiene el mundo, se transformó en un espejo contaminado de cenizas. El páramo y la montaña, indefensos y frágiles, agonizaban ante el abrazo del fuego asesino.
Entonces, una voz se alzó. Tal vez fue un comunero de Molleturo, quizás fue la misma montaña, que habló a través de su garganta seca a los que aún le escuchan su latido, o quizás fue el grito desesperado del páramo que clamó por socorro a los corazones que entienden la lengua de la tierra.
Y llegaron ellos, los héroes de rostros anónimos, sin capas, sin uniformes brillantes. Solo traían botas gastadas, manos callosas y rostros tiznados de humo y cansancio. Helicópteros rasgaban el cielo; cargando cubos de agua como cántaros de esperanza, soldados, bomberos, comuneros, voluntarios y guardaparques, todos, avanzaban juntos frente a las llamas. Manos gentiles que apagaban lo que otras manos habían encendido. Cada paso era una herida, cada hora, una batalla.
Cuencanos y azuayos hijos del esfuerzo y la tenacidad, ascendieron como sombras que enfrentan el infierno. Se erigieron en una muralla viva, hecha de carne, valor y esperanza, enfrentándose a la furia desmedida del fuego que devoraba la tierra herida. Caminaron por senderos imposibles, ardientes, desafiando el calor abrazador y el humo negro que laceraba sus pulmones, cargando herramientas y agua, como si cada gota fuera una plegaria, como si salvar al Cajas fuera salvarse a sí mismos.
Mientras tanto, el cerro, reducido a cenizas, yacía despojado de su grandeza. Los osos cruzaban paisajes calcinados, los venados huían en estampida muda, y las aves desorientadas callaban su canto sin saber a dónde ir. El bosque, en su agonía, parecía alzar una pregunta desgarradora: ¿Qué culpa tengo yo? ¿Qué culpa tienen ellos, los hijos de la montaña? Pero nadie supo responder, porque no hay respuestas para las preguntas que brotan del fuego ciego y criminal.
Al final del día, hombres y mujeres, humanos en su fragilidad, regresaban a los campamentos vestidos de ceniza, con el aliento corto y los cuerpos exhaustos. Las llamas los había golpeado sin piedad, el cansancio, les había mordido los pies, sus pulmones estaban heridos de humo y las manos ampolladas. Sus corazones, aún latiendo con fuerza, buscaban respuestas en un silencio que no ofrecía consuelo.
Y mientras tanto, en algún lugar oculto, los responsables de las llamas reían, amparados en la sombra de su anonimato, con sus rostros tan oscuros como la ceniza que dejaron tras de sí. Los politiqueros incendiarios, esos mercaderes de palabras vacías, los líderes pirómanos de palabra hueca y promesas quemadas, continuaban tejiendo su propio laberinto de complicidad, alimentando con su silencio culpable el fuego que habían desatado.
Pero la historia no les pertenece, no puede ni debe hacerlo. La verdadera historia es de los héroes, de aquellos que lucharon contra las llamas para salvar un Cajas, sabiendo que nunca recibirían palabras de gratitud, porque la montaña no habla, lo dice todo, en el lenguaje profundo de su silencio, guardando en cada roca y cada brisa el eco de su sacrificio.
Héroes por los animales que lograron escapar, y por los que no pudieron huir. Héroes por el agua que fluye aún limpia en los ríos, por el aire que, algún día volverá a oler a vida. Héroes por el Cajas, héroes anónimos que dejaron sus nombres grabados en la memoria del viento y en el susurro eterno de la montaña.
Y cuando las llamas se apaguen, cuando la montaña vuelva respirar, ellos se marcharán en silencio, como hacen siempre los héroes. No esperaran medallas ni aplausos, solo caminaran de regreso a sus vidas, cargando en sus pasos la huella de una lucha que no pidió recompensas, dejando atrás un Cajas herido, pero vivo, renaciendo poco a poco. Y el tiempo, único juez imparcial, y eterno, escribirá sus nombres en la brisa, allí donde habitan los héroes anónimos, los que salvaron la montaña y, sin saberlo, nos salvaron también a todos los cuencanos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario