miércoles, 14 de febrero de 2018

Moreno desaparece el museo que se fabricó Correa

  en La Info  por 
Cualquiera imagina el desengaño que debe habitar al ex Presidente Correa: su museo, dice en un tuit, fue desmontado. El tono, la forma, las palabras dan cuenta de la incredulidad que le genera ese hecho que 4P. anunció el 27 de noviembre pasado.
Rafael Correa está iracundo. Y para comunicarlo se cuida de poner el acento en sus estados de ánimo: los traslada a la ciudadanía que ya no podrá disfrutar –dice– de los regalos que él dejó en Carondelet. Es hábil la maniobra pero insólita porque Correa soñó con este museo para su grandeza, para dividir la historia del país en dos: antes de él y con él. Soñó con un museo monumental como lo prueba el proyecto que se publicó en 2016: quiso unir la Presidencia y las áreas aledañas y convertirlas en un gigantesco complejo museográfico. Un monumento a su ego que iba a costar $3,600.000. No lo hizo por falta de dinero. Pero sí ordenó utilizar $444.806 para la adecuación de las salas; un proyecto con un costo colosal que no ha sido investigado y en el cual participó Francisco Salazar, su ex viceministro de cultura.
Hacerse un museo es atribuirse un alcance histórico, pero también es exponerse al escrutinio. Develarse. El museo de Carondelet era (es) una pieza de una rara riqueza para los sicólogos del caudillo. Es la mejor concreción, en dimensión real, de la personalidad del ex presidente que gobernó al país durante una década. No se trata solo de su ego inconmensurable. Ahí está su deseo dramático de eternizarse y ese delirio de grandeza que lo llevó a compararse con los libertadores. Ahí está su ilusión obstinada de trascender y figurar en los libros de historia.
Correa repitió, en forma paladina, los cánones más burdos y predecibles de los gobiernos autoritarios. El poder (él) idealiza a las masas (el campesino, la gente humilde) a cambio de ser celebrado en su magnificencia: colecciona y exhibe las cosas sencillas de la gente porque están destinadas a humanizar al héroe. A enaltecerlo.
El museo destruye, precisamente por lo que representa, el perfil que Correa se quiso hacer de persona modesta y llana. De político de lavar y planchar. Sus doctorados honoris causa (15 durante su gestión) lo pintan como un ser que no solo quiso tener poder sino refregarlo en la cara de mucha gente. En sus filas para ser admirado, y ante sus adversarios y críticos como un gaje más de superioridad. Este punto es clave en su perfil sicológico. Correa siempre quiso tener poder y pasearlo ante la gente. El poder fue un desquite, una revancha tomada contra los vacíos, falencias y humillaciones que interiorizó, en forma dramática, en su infancia y adolescencia.
En la carrera por los honoris causa –en la cual, según Lenín Moreno, se sirvió de sus embajadores para obtenerlos– buscó una superioridad intelectual que lo ubicara en un punto tan inaccesible como incontrovertible. La voz única. La única explicación posible. La verdad.
Cada dato, cada pieza del museo fue pensada políticamente. Exhibir los regalos que recibió como jefe de Estado tenía un triple sentido: mostrar la importancia que le dieron los otros gobiernos (aunque canjear regalos es una práctica diaria). Crear un antes y un después de él, porque ningún otro Presidente dejó en Carondelet los regalos recibidos, Y, sobre todo, nutrir la imagen de un gobierno honesto. Era imposible sospechar que su gobierno fuera el más corrupto de la historia del país, cuando se tenía un presidente devolviendo caballos en oro o relojes con diamantes ofrecidos por jeques árabes a él y a su esposa. La coartada no pudo ser mejor.

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