Por algún capricho genético he creído siempre en la bondad de los seres humanos y ni las constancias reiteradas que la vida ha puesto ante mis ojos me han hecho cambiar de opinión. Sin embargo, últimamente, cuando ya no existe el tiempo para sacar provecho de mis lúgubres experiencias - porque me encuentro en el ocaso de mi vida - he llegado a la triste conclusión de que el error más grande que cometió la Naturaleza fue la de otorgarnos inteligencia a la rama de primates que por una arbitrariedad de las circunstancias nos vimos obligados a aprender a caminar en dos patas. La trilogía del Poder: el más anciano y supuestamente sabio, al mando político que adopta las decisiones; el guerrero más fuerte, al frente del ejército de combatientes que llevaba a la práctica la necesidad que nos acompaña desde las fibras más íntimas de nuestro ser, apoderarnos de las cosas de los demás; y, finalmente, la figura del Avivato, tan bien representada en la tira cómica del argentino Lino Palacio, que nos hizo saber que Dios sí existía, tal como lo intuíamos en nuestras noches de terror y en las mañanas de generosa calidez, pero, claro, para comunicarse con Él primero teníamos que solicitar audiencia a través del mentado Avivato. En este proceso de la lógica existencial es en el que se ha desenvuelto también la lógica de todas las civilizaciones. El orden está dado: el Rey, el Sacerdote y el General. Los demás somos la masa que entregamos nuestro sudor y sacrificio para que los primeros disfruten de los privilegios de la existencia y estamos siempre esperando que desde arriba nos chorree un poquito de la abundancia de la que disfrutan los que nos mandan.
Nos guste o
no - aunque parezca muy burda - lo que acabo de plantear es el resumen de la
presencia del ser humano inteligente sobre la faz del Planeta. Los románticos incurables - dentro de los que
me incluyo - hemos creído siempre que
las sociedades pueden cambiar. A los primeros que tenemos presentes en nuestra
memoria, cuando recibimos nuestra
formación marxista básica, Owen, Fourier y Saint Simon y que fueron denominados
socialistas utópicos - más adelante veremos porque - debemos
adicionar todos aquellos que sin aventurarse a calificarse de socialistas, sí
creyeron en sociedades perfectas. Tomás
Moro, inglés, ubicó una isla que se llamaba así, Utopía. Y el
sacerdote dominico Savonarola, en la vieja Florencia, anatemizaba contra las vanidades de los ricos
pudientes a quienes exhortaba a desprenderse de sus lujos en beneficio de los
desposeídos. Queda claro, pues, que en la conciencia de las sociedades y desde
siempre ha existido constancia de la injusticia, las desigualdades, los abusos
y los atropellos por parte de los que han diseñado el Poder para su disfrute y
de sus íntimos en desmedro de masas oprimidas a las que se ha dopado en la
esperanza de un mundo mejor después de su muerte. Fue entonces que arribaron
Marx y Engels y nos hicieron comprender que la Historia es un proceso que se
desarrolla dentro de su propia dialéctica, asociada y de la mano de los modos de
producción en el que hemos incursionado los hombres desde los tiempos
primitivos. Su utopía, esta vez, estaba
fundamentada en sólidas bases científicas y hacerla realidad era, teóricamente,
muy sencilla. Los proletarios tomarían
el Poder y los medios de producción se pondrían en manos de los trabajadores y
así se acabaría la explotación del hombre por el hombre. Éste era el verdadero socialismo que
estábamos esperando desde siempre, pero, como diría el Chavo del Ocho, no
contábamos con la astucia que el Demonio ha colocado en todos y cada uno de
nosotros. El que lo adquiere - no
importa bajo qué pretexto doctrinario - le toma gusto, éste el cual, además, se
convierte en una profunda adicción. Es
como los que tenemos necesidad de tomar pastillas para poder dormir: ¿y esta
noche cómo duermo si no tomo mi pastilla?
Es que conjuntamente con el Poder viene todo: riqueza, adulos,
nacimiento o desarrollo de complejos, sensualidad y sexualidad, todo aquello
que le da sentido a la existencia.
Rafael
Correa no pasó por nada de lo que tuvimos que pasar los jóvenes revolucionarios
de los años 60s. Que sepamos, jamás se
integró a una de las manifestaciones con las que rechazábamos la presencia de
los oligarcas que nos gobernaban y cuyas lacras dentro de la estructura social
de la nación eran fácilmente advertibles.
Yo era solo una criatura cuando el pueblo guayaquileño, en 1944, clamaba
contra el tirano Arroyo del Río, traidor a la Patria y entreguista de nuestra
heredad territorial, pero sí supe de mis primeras asfixias con gas lacrimógeno
y uno que otro sablazo bien asentado en el lomo cuando los Mejías increpábamos
a Velasco Ibarra por la muerte de Isidro Guerrero. También estuve presente en la más nutrida
silbatina del mundo occidental dispensada al Presidente Camilo Ponce Enríquez,
en junio de 1959, cuando se inauguraba el Estadio Modelo en Guayaquil y
cuarenta mil personas no encontraron otra forma de expresar su repudio al
gobierno central que, tras la huella de la matanza de los trabajadores del 15
de noviembre de 1922, había perpetrado una nueva, contra una ciudad que parecía
no cansarse de gritar a sus gobernantes que se moría de hambre y de falta de
trabajo. Triunfó la Revolución Cubana,
en 1959, y otra vez el nivel de testosterona acrecentó nuestra furia, esta vez
contra un enemigo que lo teníamos ya bien dibujado en la frente: el
imperialismo yanqui. Más Velasco, más
sablazos y más carcelazos. Lo botamos a
comienzos de noviembre de 1961 y casi dejamos la vida en el empeño. Pero ya era distinto: ya sabíamos quiénes
eran los enemigos, el imperialismo y las oligarquías criollas, ya habíamos
superado el entrenamiento y nos habíamos graduado de revolucionarios
profesionales. Llegó la dictadura
militar de 1963 y con ella los nuevos sablazos y los nuevos carcelazos, pero ya
estábamos curtidos: teníamos una meta clara, la Revolución Socialista, y nada
nos amilanaba. En conjunción con los
sectores ciudadanos los estudiantes lideramos el combate: Jaime Roldós en
Guayaquil y quien estas letras escribe, en Quito, pusimos en la calle a los
sirvientes del Imperialismo. Cuanto añoro esos instantes, cuando la FEUE
constituía un referente de la honestidad y la pureza del estudiantado
universitario ecuatoriano. Claro, pasó lo de siempre, pero eso el Poder ya lo
tenía previsto: nosotros tumbábamos a los dictadores y otros disfrutaban de
nuestro trabajo. Pese a ello la moral no
decaía, aunque el Imperialismo trabajaba con todo su poder y su dinero para
crear fuerzas que nos penetraran. La
muerte del Che en Bolivia nos sacudió y nos puso a meditar: ¿se podía repetir
la experiencia cubana de tomar el poder por las armas? Cambiamos de estrategia: ganaríamos el poder
con las mismas armas que la falsa democracia nos facilitaba. Ya para entonces nos asaltaban serias dudas
acerca del funcionamiento del modelo que debía reemplazar al imperialismo
decadente y la teoría de la lucha de las masas nos hizo ganar una
elección. Pero tampoco. El Imperio no estaba dispuesto a ceder y
carece de límites para conservar sus privilegios. Si hay que matar a sus propios presidentes,
pues adelante, chao familia Kennedy. Si
los negros no entienden qué espacio les está asignado en una sociedad
claramente estratificada, pues hasta luego Martin Luther King. Si alguien se alza en el mundo, para eso
están nuestras fuerzas armadas siempre listas: para defender la democracia
representativa y los valores occidentales.
El mundo debe saberlo en todas partes: desde Vietnam hasta América
Latina. El que alza la cabeza
muere. Después llegaron juntos la muerte
del socialismo real y la de su reemplazo, el capitalismo salvaje. La Historia, la madre de todas las
enseñanzas, lo había determinado: no había otra forma de vivir en sociedad que
no fuera aceptando las leyes de los poderosos que nos gobiernan.
¿Conocía
Rafael Correa de todo esto? Yo creo que
no. Su experiencia de líder estudiantil
estaba del otro lado de la barrera. Era
el cuadro ideal para ser formado para el servicio del sistema: aparentar que
todo cambia para que no cambie nada. Su
fe religiosa había sido muy bien cultivada - el presidente Noboa servía para
algo más que lavar los trapos sucios de Mahuad, construir oleoductos y dar
permisos contra la ley para construir aeropuertos nuevos - también catequizaba
adolescentes y boys scouts y estaba listo para ser bien entrenado. En Lovaina se forman muy bien los que tienen
que aprender ese idioma. No me refiero
al francés, sino al que me referí hace pocas líneas: hacer que todo cambie para
que no cambie nada. En Kentucky,
Illinois, se aprende mucho más: la lógica del sistema es implacable e
irremplazable. En el Nuevo Mundo, el que
gobernará el futuro, no hay cabida para los parásitos. Ellos sobran en ese proyecto. La tecnología ya nos ha permitido prescindir
de la necesidad de la mano de obra barata; es preferible crear robots
inteligentes que no cobran horas extras, ni exigen alzas de salarios y no paran
jamás de laborar. Ese es el futuro y
para disfrutar ese futuro hay que acabar con los rezagos de viejas doctrinas
que fueron incapaces de comprender que las leyes de la Naturaleza son
implacables. El mundo no se ha hecho
para los débiles sino para los fuertes y como dice Celia Cruz en su canción “no hay cama pa’ tanta gente”. Si los tontos creen que a eso se le debe
llamar Socialismo del Siglo XXI, bueno pues, qué diablos, llamémosle nomás como
les permita caer en la trampa.
El camino
será duro para ambos, para ellos y para nosotros. Ya llegó la hora de sacarse la careta y no
seguir mintiendo, que por más virtudes que el jesuitismo enseñe, entre ellas la
de saber engañar, tiene sus límites.
Poco a poco se irá diseñando el nuevo modelo que permitirá relacionarse
entre los sobrevivientes del mañana: ¿quién dijo que la educación de altísima
calidad era para todos? ¿Es que no pueden darse cuenta que la universidad no
está diseñada para cualquiera? Para
ellos hay otros oficios, muy dignos por cierto.
¿Es que acaso sería inteligente el dejar de extraer las inmensas riquezas
que posee el subsuelo para desarrollar más nuestras tecnologías, solamente para
no perturbar el modo de vida primitivo que unos semisalvajes pretenden
estúpidamente conservar? ¿Tiene sentido que sigamos derrochando dinero y
dejando escapar oportunidades de crear más riquezas que abulten el bolsillo de
los que nacimos para mandar, solo para que unos cuantos indios disfruten de su
aislamiento en el Yasuní? ¿Y si los pueblos desean por su propia voluntad
envenenarse en el paraíso de las drogas y pagar fortunas por ello, que nos
permitan reparar las falencias de nuestros regímenes monetarios, quiénes somos
nosotros para impedir su disfrute? ¿Y si el mundo entero quiere matarse entre
sí, por qué nosotros vamos a impedirlo dejando de fabricar armas? Parece mentira que existan todavía naciones
que no comprendan la verdad. Hasta los
chinos lo han entendido, los vietnamitas también, y los coreanos, y los
taiwaneses, y los japoneses después que les cayó una buena carga atómica que
disipó sus ilusiones imperialistas.
Esta es la
verdad, amigas y amigos que me escuchan tarde a tarde y leen mis notas en
Cuenca, que mis testarudos amigos se empeñan en publicar en la Revista El
Observador. La hora del Armagedón está
muy cerca y todos tenemos la obligación de decidir en qué bando estamos. ¿En el que se han ubicado los que les tomaron
gusto a las delicias del poder y en el que se mantendrán hasta que el Supremo
se canse de ellos, o, en el de quienes estimamos que será más confortante para
nuestros espíritus saber que militamos al lado de la verdad y la justicia,
aunque ahora ambas palabras parezcan huecas? Cada vez que arribo a este punto
en mis meditaciones, no puedo dejar de pensar en alguno de los analistas
políticos cuyo nombre no puedo recordar, quien sostiene que NO FUERON LOS
ALIADOS LOS QUE GANARON LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. FUE ADOLFO HITLER.
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