jueves, 20 de junio de 2013

Seis años de correismo.

Por: Enrique Gallegos Arends

Por algún capricho genético he creído siempre en la bondad de los seres humanos y ni las constancias reiteradas que la vida ha puesto ante mis ojos me han hecho cambiar de opinión. Sin embargo, últimamente, cuando ya no existe el tiempo para sacar provecho de mis lúgubres experiencias - porque me encuentro en el ocaso de mi vida - he llegado a la triste conclusión de que el error más grande que cometió la Naturaleza fue la de otorgarnos inteligencia a la rama de primates que por una arbitrariedad de las circunstancias nos vimos obligados a aprender a caminar en dos patas.  La trilogía del Poder: el más anciano y supuestamente sabio, al mando político que adopta las decisiones; el guerrero más fuerte, al frente del ejército de combatientes que llevaba a la práctica la necesidad que nos acompaña desde las fibras más íntimas de nuestro ser, apoderarnos de las cosas de los demás; y, finalmente, la figura del Avivato, tan bien representada en la tira cómica del argentino Lino Palacio, que nos hizo saber que Dios sí existía, tal como lo intuíamos en nuestras noches de terror y en las mañanas de generosa calidez, pero, claro, para comunicarse con Él primero teníamos que solicitar audiencia a través del mentado Avivato.  En este proceso de la lógica existencial es en el que se ha desenvuelto también la lógica de todas las civilizaciones.  El orden está dado: el Rey, el Sacerdote y el General.  Los demás somos la masa que entregamos nuestro sudor y sacrificio para que los primeros disfruten de los privilegios de la existencia y estamos siempre esperando que desde arriba nos chorree un poquito de la abundancia de la que disfrutan los que nos mandan.
 
Nos guste o no - aunque parezca muy burda - lo que acabo de plantear es el resumen de la presencia del ser humano inteligente sobre la faz del Planeta.  Los románticos incurables - dentro de los que me incluyo -  hemos creído siempre que las sociedades pueden cambiar. A los primeros que tenemos presentes en nuestra memoria,  cuando recibimos nuestra formación marxista básica, Owen, Fourier y Saint Simon y que fueron denominados socialistas utópicos  - más adelante veremos porque - debemos adicionar todos aquellos que sin aventurarse a calificarse de socialistas, sí creyeron en sociedades perfectas.  Tomás Moro, inglés, ubicó una isla que se llamaba así, Utopía.  Y el sacerdote dominico Savonarola, en la vieja Florencia,  anatemizaba contra las vanidades de los ricos pudientes a quienes exhortaba a desprenderse de sus lujos en beneficio de los desposeídos. Queda claro, pues, que en la conciencia de las sociedades y desde siempre ha existido constancia de la injusticia, las desigualdades, los abusos y los atropellos por parte de los que han diseñado el Poder para su disfrute y de sus íntimos en desmedro de masas oprimidas a las que se ha dopado en la esperanza de un mundo mejor después de su muerte. Fue entonces que arribaron Marx y Engels y nos hicieron comprender que la Historia es un proceso que se desarrolla dentro de su propia dialéctica, asociada y de la mano de los modos de producción en el que hemos incursionado los hombres desde los tiempos primitivos.  Su utopía, esta vez, estaba fundamentada en sólidas bases científicas y hacerla realidad era, teóricamente, muy sencilla.  Los proletarios tomarían el Poder y los medios de producción se pondrían en manos de los trabajadores y así se acabaría la explotación del hombre por el hombre.  Éste era el verdadero socialismo que estábamos esperando desde siempre, pero, como diría el Chavo del Ocho, no contábamos con la astucia que el Demonio ha colocado en todos y cada uno de nosotros.  El que lo adquiere - no importa bajo qué pretexto doctrinario - le toma gusto, éste el cual, además, se convierte en una profunda adicción.  Es como los que tenemos necesidad de tomar pastillas para poder dormir: ¿y esta noche cómo duermo si no tomo mi pastilla?  Es que conjuntamente con el Poder viene todo: riqueza, adulos, nacimiento o desarrollo de complejos, sensualidad y sexualidad, todo aquello que le da sentido a la existencia.
Rafael Correa no pasó por nada de lo que tuvimos que pasar los jóvenes revolucionarios de los años 60s.  Que sepamos, jamás se integró a una de las manifestaciones con las que rechazábamos la presencia de los oligarcas que nos gobernaban y cuyas lacras dentro de la estructura social de la nación eran fácilmente advertibles.  Yo era solo una criatura cuando el pueblo guayaquileño, en 1944, clamaba contra el tirano Arroyo del Río, traidor a la Patria y entreguista de nuestra heredad territorial, pero sí supe de mis primeras asfixias con gas lacrimógeno y uno que otro sablazo bien asentado en el lomo cuando los Mejías increpábamos a Velasco Ibarra por la muerte de Isidro Guerrero.  También estuve presente en la más nutrida silbatina del mundo occidental dispensada al Presidente Camilo Ponce Enríquez, en junio de 1959, cuando se inauguraba el Estadio Modelo en Guayaquil y cuarenta mil personas no encontraron otra forma de expresar su repudio al gobierno central que, tras la huella de la matanza de los trabajadores del 15 de noviembre de 1922, había perpetrado una nueva, contra una ciudad que parecía no cansarse de gritar a sus gobernantes que se moría de hambre y de falta de trabajo.  Triunfó la Revolución Cubana, en 1959, y otra vez el nivel de testosterona acrecentó nuestra furia, esta vez contra un enemigo que lo teníamos ya bien dibujado en la frente: el imperialismo yanqui.  Más Velasco, más sablazos y más carcelazos.  Lo botamos a comienzos de noviembre de 1961 y casi dejamos la vida en el empeño.  Pero ya era distinto: ya sabíamos quiénes eran los enemigos, el imperialismo y las oligarquías criollas, ya habíamos superado el entrenamiento y nos habíamos graduado de revolucionarios profesionales.  Llegó la dictadura militar de 1963 y con ella los nuevos sablazos y los nuevos carcelazos, pero ya estábamos curtidos: teníamos una meta clara, la Revolución Socialista, y nada nos amilanaba.  En conjunción con los sectores ciudadanos los estudiantes lideramos el combate: Jaime Roldós en Guayaquil y quien estas letras escribe, en Quito, pusimos en la calle a los sirvientes del Imperialismo. Cuanto añoro esos instantes, cuando la FEUE constituía un referente de la honestidad y la pureza del estudiantado universitario ecuatoriano. Claro, pasó lo de siempre, pero eso el Poder ya lo tenía previsto: nosotros tumbábamos a los dictadores y otros disfrutaban de nuestro trabajo.  Pese a ello la moral no decaía, aunque el Imperialismo trabajaba con todo su poder y su dinero para crear fuerzas que nos penetraran.  La muerte del Che en Bolivia nos sacudió y nos puso a meditar: ¿se podía repetir la experiencia cubana de tomar el poder por las armas?  Cambiamos de estrategia: ganaríamos el poder con las mismas armas que la falsa democracia nos facilitaba.  Ya para entonces nos asaltaban serias dudas acerca del funcionamiento del modelo que debía reemplazar al imperialismo decadente y la teoría de la lucha de las masas nos hizo ganar una elección.  Pero tampoco.  El Imperio no estaba dispuesto a ceder y carece de límites para conservar sus privilegios.  Si hay que matar a sus propios presidentes, pues adelante, chao familia Kennedy.  Si los negros no entienden qué espacio les está asignado en una sociedad claramente estratificada, pues hasta luego Martin Luther King.  Si alguien se alza en el mundo, para eso están nuestras fuerzas armadas siempre listas: para defender la democracia representativa y los valores occidentales.  El mundo debe saberlo en todas partes: desde Vietnam hasta América Latina.  El que alza la cabeza muere.  Después llegaron juntos la muerte del socialismo real y la de su reemplazo, el capitalismo salvaje.  La Historia, la madre de todas las enseñanzas, lo había determinado: no había otra forma de vivir en sociedad que no fuera aceptando las leyes de los poderosos que nos gobiernan. 
¿Conocía Rafael Correa de todo esto?  Yo creo que no.  Su experiencia de líder estudiantil estaba del otro lado de la barrera.  Era el cuadro ideal para ser formado para el servicio del sistema: aparentar que todo cambia para que no cambie nada.  Su fe religiosa había sido muy bien cultivada - el presidente Noboa servía para algo más que lavar los trapos sucios de Mahuad, construir oleoductos y dar permisos contra la ley para construir aeropuertos nuevos - también catequizaba adolescentes y boys scouts y estaba listo para ser bien entrenado.  En Lovaina se forman muy bien los que tienen que aprender ese idioma.  No me refiero al francés, sino al que me referí hace pocas líneas: hacer que todo cambie para que no cambie nada.  En Kentucky, Illinois, se aprende mucho más: la lógica del sistema es implacable e irremplazable.  En el Nuevo Mundo, el que gobernará el futuro, no hay cabida para los parásitos.  Ellos sobran en ese proyecto.  La tecnología ya nos ha permitido prescindir de la necesidad de la mano de obra barata; es preferible crear robots inteligentes que no cobran horas extras, ni exigen alzas de salarios y no paran jamás de laborar.  Ese es el futuro y para disfrutar ese futuro hay que acabar con los rezagos de viejas doctrinas que fueron incapaces de comprender que las leyes de la Naturaleza son implacables.  El mundo no se ha hecho para los débiles sino para los fuertes y como dice Celia Cruz en su canción “no hay cama pa’ tanta gente”.  Si los tontos creen que a eso se le debe llamar Socialismo del Siglo XXI, bueno pues, qué diablos, llamémosle nomás como les permita caer en la trampa. 
El camino será duro para ambos, para ellos y para nosotros.  Ya llegó la hora de sacarse la careta y no seguir mintiendo, que por más virtudes que el jesuitismo enseñe, entre ellas la de saber engañar, tiene sus límites.  Poco a poco se irá diseñando el nuevo modelo que permitirá relacionarse entre los sobrevivientes del mañana: ¿quién dijo que la educación de altísima calidad era para todos? ¿Es que no pueden darse cuenta que la universidad no está diseñada para cualquiera?  Para ellos hay otros oficios, muy dignos por cierto.  ¿Es que acaso sería inteligente el dejar de extraer las inmensas riquezas que posee el subsuelo para desarrollar más nuestras tecnologías, solamente para no perturbar el modo de vida primitivo que unos semisalvajes pretenden estúpidamente conservar? ¿Tiene sentido que sigamos derrochando dinero y dejando escapar oportunidades de crear más riquezas que abulten el bolsillo de los que nacimos para mandar, solo para que unos cuantos indios disfruten de su aislamiento en el Yasuní? ¿Y si los pueblos desean por su propia voluntad envenenarse en el paraíso de las drogas y pagar fortunas por ello, que nos permitan reparar las falencias de nuestros regímenes monetarios, quiénes somos nosotros para impedir su disfrute? ¿Y si el mundo entero quiere matarse entre sí, por qué nosotros vamos a impedirlo dejando de fabricar armas?  Parece mentira que existan todavía naciones que no comprendan la verdad.  Hasta los chinos lo han entendido, los vietnamitas también, y los coreanos, y los taiwaneses, y los japoneses después que les cayó una buena carga atómica que disipó sus ilusiones imperialistas. 
Esta es la verdad, amigas y amigos que me escuchan tarde a tarde y leen mis notas en Cuenca, que mis testarudos amigos se empeñan en publicar en la Revista El Observador.  La hora del Armagedón está muy cerca y todos tenemos la obligación de decidir en qué bando estamos.  ¿En el que se han ubicado los que les tomaron gusto a las delicias del poder y en el que se mantendrán hasta que el Supremo se canse de ellos, o, en el de quienes estimamos que será más confortante para nuestros espíritus saber que militamos al lado de la verdad y la justicia, aunque ahora ambas palabras parezcan huecas? Cada vez que arribo a este punto en mis meditaciones, no puedo dejar de pensar en alguno de los analistas políticos cuyo nombre no puedo recordar, quien sostiene que NO FUERON LOS ALIADOS LOS QUE GANARON LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. FUE ADOLFO HITLER.

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