miércoles, 25 de marzo de 2020

Cada vez que lanzo una mascarilla a la basura, pienso en Venezuela y entro en pánico

COMENTARIO


Por Astrid Cantor
La autora es médica cirujana.
23 de marzo de 2020
.ÁVILA, España — Calles vacías, urgencias colapsadas, miedo. No, no es la primera vez que lo veo. En 2017, durante las protestas, me inundaba la incertidumbre cuando me disponía a caminar el eterno kilómetro y medio que había entre mi casa y el hospital del seguro social en Mérida, Venezuela, donde hice mi internado. ¿Será que se iba a acabar el país, el mundo? Pero jamás me imaginé que la misma sensación la tendría tres años después en España.
Salgo a trabajar como médico en una ambulancia de soporte vital avanzado (UVI móvil) para pacientes críticos, atravesando calles antes dominadas por el tráfico que la cuarentena ha reducido a soledad y silencio. Como miles de médicos venezolanos de la diáspora, estoy ejerciendo la profesión en una pequeña ciudad de 60.000 habitantes llamada Ávila. Rápidamente me di cuenta de que si no limitamos el contagio, no estaremos preparados para hacer frente a esta enfermedad. La cantidad de material fungible y equipos de protección personal que he usado y desechado ya sobrepasó las reservas que tenía mi servicio y nos encontramos en niveles críticos. Cada vez que lanzo una mascarilla a la basura, Venezuela me viene a la mente y entro en pánico.
España, el país más sano del mundo y con uno de los sistemas sanitarios más eficientes, es el segundo país de Europa con más casos de covid-19. La pandemia tiene sometido a este país y ha puesto a prueba la credibilidad de sus instituciones democráticas. ¿Qué quedará entonces para una nación como Venezuela, donde los hospitales ya habían colapsado mucho antes del inicio de la pandemia y donde las instituciones tratan al pueblo como una amenaza latente que debe ser vigilada y dominada en todo momento?
Nicolás Maduro no dudó en imponer medidas extremas apenas decidió informar del primer caso positivo confirmado en el país, de una manera tan tajante que todos intuimos que usará la crisis como pretexto para hacer lo que siempre ha hecho: apretar aún más el control dictatorial sobre una sociedad que vive una emergencia humanitaria. El gobierno ha limitado todavía más la compra de combustible y está exigiendo el uso de mascarillas para acceder a servicios de transporte público masivo (donde todavía existe) aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) no recomienda esta práctica. El mes pasado, se registraron en promedio 26 protestas diarias, en su mayoría por falta en servicios básicos como el agua.
El domingo, el líder chavista dijo que había en Venezuela 77 infectados con coronavirus, todos ellos “importados”, implicando que no hay aún contagios comunitarios. Se han hecho pruebas diagnósticas por COVID-19 a 135 personas y esta semana, de acuerdo con Maduro, se realizarán dos millones más de pruebas. Pero es improbable que un país con una profunda crisis económica, aproximadamente 3,7 millones de personas subalimentadas y un sistema de salud prácticamente destruido por décadas de mal manejo y corrupción pueda doblegar al coronavirus. “Estamos en las condiciones, en la tormenta perfecta, para tener un problema de gran magnitud”, dijo el doctor José Félix Oletta, exministro de Salud de Venezuela.
Los hospitales no están en condiciones de atender a la población actual aun en condiciones normales. Carecen de equipos y medicinas básicas. En ellos lo habitual es hacinamiento, suciedad y baños fuera de servicio permanentemente. Cuando hacía mi internado en Mérida, muchas veces tuve que cargar botellas de agua para poder lavarme las manos o la cara durante mis guardias e ingeniármelas para encontrar servicios limpios.
Las unidades de cuidados intensivos (UCI) y de emergencias de Venezuela no van a poder con lo que viene. En 2019, hasta el 20 por ciento de las Unidades de Terapia Intensiva se mantuvieron inoperativas y se reportó desabastecimiento del 49 por ciento en las salas urgencias. Hasta hace dos semanas, 70 por ciento de los hospitales no disponía de kits de pruebas diagnóstica para detectar el virus. En Venezuela, el SARS-CoV-2 no colapsará el sistema sanitario, arrasará como una nueva plaga un sistema ya colapsado.
Si diagnosticar pacientes que no presentan síntomas ya es difícil para países con sistemas de salud robustos, en Venezuela será prácticamente imposible. Solo hay dos centros autorizados para realizar el diagnóstico del SARS-CoV-2 mediante pruebas moleculares, el ubicado en el Instituto Nacional de Higiene en Caracas y el de mi alma mater, la Universidad de Los Andes, en Mérida. Este último tiene capacidad para realizar 20 pruebas al día. Los kits importados de China serán trasladados vía terrestre hasta estos centros, lo que aumenta el tiempo necesario para obtener los resultados de los análisis y hará más difícil la vigilancia de la infección en un país con alrededor 26 millones de habitantes.
Ya antes de la pandemia, era bastante usual que tuviéramos que atender a los pacientes en sillas o en el suelo. Muchos nos pedían desesperados que les asignáramos una habitación, cansados tras días de estar acostados en las camas improvisadas que atravesamos en los pasillos de la emergencia.
El sistema de salud venezolano cuenta con apenas 8 camas por cada 10.000 habitantes, según las últimas cifras manejadas por la OMS y algunos periodistas. Según cifras no oficiales —las oficiales no se publican— solamente hay aproximadamente 84 camas de UCI operativas a nivel nacional. La ausencia casi total de información oficial da rienda suelta a la incertidumbre y genera rumores entre una población que cree poco o nada en lo que dicen sus gobernantes.
La falla del servicio eléctrico fue responsable de 164 muertes en 2019. Desde entonces las cosas no han ido mejor. Venezuela es un país donde el enfermo crítico puede encontrarse en la terrible posición de tener que ser ventilado manualmente por su familia o dónde una cirugía tenga que llevarse a cabo sin luz.
El gobierno ha impuesto una cuarentena total. Pero para muchos es una sencilla imposibilidad. En una población ya asediada por el hambre, donde hay que salir a la calle a ganarse la vida y buscar comida, la cuarentena es un lujo inasequible. Nadie con el estómago vacío va a prestarle atención a un enemigo invisible.
Es necesaria la entrada sin obstáculos de ayuda humanitaria, la publicación de los datos epidemiológicos y la distribución de equipos, material y medicinas en los hospitales. De lo contrario esta puede convertirse en la peor de las catástrofes para un país que desde hace rato toca fondo.
Astrid Cantor es médica cirujana egresada de la Universidad de Los Andes en Mérida, Venezuela. Actualmente es médica de la UVI de Ávila en España. Escribe para Caracas Chronicles y Cinco8.

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