Por: Francisco Febres Cordero
Domingo, 3 de noviembre, 2013
Noviembre, día dos: hay que honrar a los muertos. Solo nos
queda el recuerdo de esos instantes en que sus corazones latían. Ahora, bajo
tierra, no son sino lo que nuestra memoria quiere que sean. Quiere que sigan
siendo. Pero, como una sombra de su ausencia, está el olvido. Y, con la
desmemoria, la tristeza ante lo inasible. Esa nostalgia que no es sino dolor,
el dolor de lo perdido.
Noviembre, día dos: el de los muertos. Solo, frente a esta
página que escribo, acudo al cementerio donde yacen sepultadas las palabras y
voy marcando cruces en aquellas que dejaron de existir un día, unas porque
quizás cumplieron su ciclo o se transmutaron, otras porque adquirieron un
significado del todo distinto o fueron amortajadas en su nicho después de haber
sido asesinadas.
Busco la palabra indignación: no existe. Su vigencia terminó
de pronto y fue reemplazada por otras quizás más sonoras, tentadoras,
subyugantes.
La indignación era una voz altiva, de puño levantado, que
impulsaba a la rebeldía ante el atropello, ante el sojuzgamiento, ante la
imposición ciega de alguien que, creyéndose predestinado, imponía su voluntad a
rajatabla. Y, entonces, emergía esa palabra con toda su furiosa furia para
llamar a las cosas por su nombre: dictador al dictador, mentiroso a quien no honraba
su promesa, cobarde al que aceptaba que las leyes que él debía escribir las
redactaran otros. Esa era la indignación y por eso, además de una palabra, era,
sobre todo era, una actitud. Sepultada en su tumba, ahora el término que se ha
impuesto es doblez. La doblez, que es cobardía. Que es miedo. Que es posición
acomodaticia. Que es sumisión.
Y que es, fundamentalmente es, silencio. El silencio no
tiene una tumba para que este dos de noviembre alguien vaya y le ponga una
flor: no, el silencio está vivo. El silencio se ha incrustado en casi todos los
reductos y ha dejado su estela de vacío, de nada, de abstracción. El silencio
azota con su frío y lleva al llanto y al crujir de dientes, al arrepentimiento
seguido de una aterrorizada mirada de clemencia ante aquel que se dice
ofendido, traicionado en su altísima dignidad de dueño y señor de la verdad,
del único que es capaz de dar vida a las palabras, de dotarles del significado
que le dicta su ánimo cambiante, de elevarlas a la categoría de magníficas aun
a aquellas que son abyectas y falaces.
Dignidad, otro vocablo que yace bajo el sello de una lápida
pesada. Si no, que lo digan aquellos que, debiendo desenvainarla y blandirla
como espada, la esconden en el rincón más hondo de su faltriquera, o la ignoran.
¿Dignidad? ¿Para qué la dignidad si con ella no se come, no se goza de
prebendas, de cargos oficiales, de contratos? ¿Por dignidad sustentar los
principios? ¿Por dignidad rebelarse ante los insultos, las injurias públicas,
las afrentas? ¿Por dignidad? ¿Es que acaso se vive de la dignidad? Es mejor que
yazga en una tumba y que sirva de alimento a los gusanos que la van devorando
vorazmente, ante la cómplice sonrisa de sus enterradores.
Noviembre, día dos: una fugaz visita a la tumba de las
palabras muertas.
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