martes, 5 de noviembre de 2013

Réquiem por la palabra


Por: Francisco Febres Cordero
Domingo, 3 de noviembre, 2013

Noviembre, día dos: hay que honrar a los muertos. Solo nos queda el recuerdo de esos instantes en que sus corazones latían. Ahora, bajo tierra, no son sino lo que nuestra memoria quiere que sean. Quiere que sigan siendo. Pero, como una sombra de su ausencia, está el olvido. Y, con la desmemoria, la tristeza ante lo inasible. Esa nostalgia que no es sino dolor, el dolor de lo perdido.
Noviembre, día dos: el de los muertos. Solo, frente a esta página que escribo, acudo al cementerio donde yacen sepultadas las palabras y voy marcando cruces en aquellas que dejaron de existir un día, unas porque quizás cumplieron su ciclo o se transmutaron, otras porque adquirieron un significado del todo distinto o fueron amortajadas en su nicho después de haber sido asesinadas.
Busco la palabra indignación: no existe. Su vigencia terminó de pronto y fue reemplazada por otras quizás más sonoras, tentadoras, subyugantes.

La indignación era una voz altiva, de puño levantado, que impulsaba a la rebeldía ante el atropello, ante el sojuzgamiento, ante la imposición ciega de alguien que, creyéndose predestinado, imponía su voluntad a rajatabla. Y, entonces, emergía esa palabra con toda su furiosa furia para llamar a las cosas por su nombre: dictador al dictador, mentiroso a quien no honraba su promesa, cobarde al que aceptaba que las leyes que él debía escribir las redactaran otros. Esa era la indignación y por eso, además de una palabra, era, sobre todo era, una actitud. Sepultada en su tumba, ahora el término que se ha impuesto es doblez. La doblez, que es cobardía. Que es miedo. Que es posición acomodaticia. Que es sumisión.
Y que es, fundamentalmente es, silencio. El silencio no tiene una tumba para que este dos de noviembre alguien vaya y le ponga una flor: no, el silencio está vivo. El silencio se ha incrustado en casi todos los reductos y ha dejado su estela de vacío, de nada, de abstracción. El silencio azota con su frío y lleva al llanto y al crujir de dientes, al arrepentimiento seguido de una aterrorizada mirada de clemencia ante aquel que se dice ofendido, traicionado en su altísima dignidad de dueño y señor de la verdad, del único que es capaz de dar vida a las palabras, de dotarles del significado que le dicta su ánimo cambiante, de elevarlas a la categoría de magníficas aun a aquellas que son abyectas y falaces.
Dignidad, otro vocablo que yace bajo el sello de una lápida pesada. Si no, que lo digan aquellos que, debiendo desenvainarla y blandirla como espada, la esconden en el rincón más hondo de su faltriquera, o la ignoran. ¿Dignidad? ¿Para qué la dignidad si con ella no se come, no se goza de prebendas, de cargos oficiales, de contratos? ¿Por dignidad sustentar los principios? ¿Por dignidad rebelarse ante los insultos, las injurias públicas, las afrentas? ¿Por dignidad? ¿Es que acaso se vive de la dignidad? Es mejor que yazga en una tumba y que sirva de alimento a los gusanos que la van devorando vorazmente, ante la cómplice sonrisa de sus enterradores.
Noviembre, día dos: una fugaz visita a la tumba de las palabras muertas.

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