lunes, 24 de abril de 2023

 

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EN LA RUTA DE MONTALVO
(Segunda parte)
Voy a hacerte una confidencia, Lucas Ochoa. Nací, cerca de tres lustros después de la muerte de Montalvo, en el solar ambateño que aún tenía la monótona, aunque dulce, paz provinciana, en que el tiempo habíase dormido. Pero en cuyo aire delgado, fragante a rosaledas y durazneros, parecía flotar –estatua incorpórea- la espiritual esencia montalvina. Asistí, en mi infancia, a un inolvidable acontecimiento, que golpeó mi espíritu con fuerza definitiva, que no me dejaría nunca. Vi, por vez primera, erguida en bronce la figura de Montalvo: el bronce de Pietro Capurro. Le vi hombre-isla de gloria, prisionero de su propia soledad dentro del parque delimitado desde entonces por verja de hierro y piedra. Hombre-picacho en ascendente línea inflexible de quien nunca conociera la curva servil de las genuflexiones y las reverencias.
¡Qué importa que después me dijeran que el rostro de bronce de este Montalvo-símbolo no es el mismo ni tiene los precisos rasgos somáticos del rostro de huesos, músculos y epidermis del Montalvo-hombre en sustancia perecedera! Había conocido al ambateño inmenso como lo interpretara un artista, aunque sin acertar quizá en su obra por falta de amor para el personaje nacido de su gubia creadora. Yo lo recrearía después como mi intuición me lo mandara, como creo que debió haber sido, como fue, como es. Según el mismo Montalvo me lo diría en los renglones de su autorretrato. Como lo he contemplado, largas horas, en humana estatua yacente de pellejo embalsamado.
La imagen viva de Montalvo fue mía, Lucas Ochoa. Quedó indeleble en mi espíritu. La tengo dentro de mí. Y conociendo su imagen pude seguir en su huella la ruta de Montalvo desde su infancia hasta su itinerario por dos mundos. Desde su Ambato de 1832 hasta su último París de 1889. Encontré su pensamiento imperecedero en su casa solariega, cuna de su espíritu y sepulcro de su hueso. En la sinfonía rota de huracán de su Baños, al pie del Tungurahua. En el rincón más nemoroso de su bosque de Ficoa. En el peñón erguido –proa de barco inmóvil- de su hacienda de Yambo. En Punzán, puerta abierta al subtrópico de la Amazonia, refugio que llenaba con maternal ternura su hermana Alegría, y con cariño de total admiración ilímite, Carlos, talvez el más querido de los hermanos. Seguí su camino de amor y de tragedia en su largo destierro de Ipiales. Le encontré en Lima y en Panamá. Miré el resplandor de su huella sobre la espuma de la ola atlántica. Y fui con él por las ciudades europeas de su ruta enamorada de la historia y la belleza. Estuve con Montalvo en su póstumo retorno al solar nativo, en 1932. Y le sigo en la vigencia de sus páginas inmortales, camino del año 2000, hacia la universalidad de su gloria.
He visto a Montalvo, en su niñez risueña, juguetear en el patio y los corredores del hogar paterno; echar miradas curiosas hacia la plaza endomingada; atisbar, desde las ventanas enrejadas del amplio salón y las alcobas, el lento desfilar monótono de los días sin la única fiesta provinciana de la misa y de la feria.
Le vi caminar por las silenciosas calles ambateñas de 1838. Estuve con él en la escuela del maestro Romero, tenducho a cuya puerta asomó, alguna vez, su enjuta figura emponchada –atuendo de viajero de la época- Vicente Rocafuerte, con su severo perfil de efigie de moneda antigua.
Le miré llorar, con lágrimas quemantes, su orfandad materna -14 de noviembre de 1848- , y escribir, arrasado en llanto, veinte años después, en su segundo destierro de París, las páginas estremecidas de Le Pere Lachaise.
Fui con Montalvo, en su ruta de estudiante del Convictorio de San Fernando y el Seminario de San Luis, de Quito, pupilo en casa de sus hermanos Francisco y Francisco Javier, ambos abogados, influyentes los dos en centros de enseñanza y en círculos sociales y políticos.
Le supe amigo de Zaldumbide. Amigo, no protegido, de Julio Zaldumbide, pues a Montalvo le bastaba con el apoyo moral y económico de sus dos hermanos. Fue una profunda similitud de inclinaciones románticas y literarias la que le acercó a ese compañero de juventud. Juntos leyeron a Hugo y Lamartine, y talvez a De Vigny y Musset, cuyos libros llegaban dificultosamente desde la soñada Europa lejana. Escribieron juntos las primeras páginas y los versos iniciales. Los dos, Montalvo y Zaldumbide, encendieron en su mocedad romántica el germen de insurgencias por la libertad. Se iniciaron, con juvenil fervor, sin necesidad de mentores, en los centros literarios capitalinos. Y fueron, muchas veces, en soledad de compañía silenciosa, “a oír los ecos de la tarde en las colinas”, como diría Montalvo en “El Cosmopolita”, y que años después repetiría el hijo de don Julio, aunque pretendiendo dejar siempre al grande ambateño atado de deuda de gratitud para con su familia.
Asistí a la lucha espiritual de Montalvo, antes de que abandonara amigos y aulas universitarias, para refugiarse en su heredad de Ficoa, río por medio, aledaña de Ambato. O para escaparse hacia la selva del Oriente maravilloso donde se perdía la hacienda de Punzán, entre murmullos de aguas vírgenes y el estruendo de aguas prepotentes. Allí le vi nutrirse también de meditación y libros, de hurañez y soledad, de amor y de angustia, de orgullo y de rebeldía. Porque si Ficoa, con su bosque frutal, armonioso y perfumado de trinos, fue para Montalvo el rincón paradisíaco de sus primeros sueños de ternura, al que siempre echó de menos hasta en sus más esplendorosos días de Europa, Punzán fue su refugio selvático, al que solía “entrar tigre cebado”, según su propio decir, después de sus luchas sin cuartel, para “salir león”, desmelenadas al viento sus sierpes de azabache, con nueva y noble fortaleza para el combate.
Y, por fin, el primer viaje a Europa. Flamante diplomático en su cargo de Adjunto Civil de la Legación ecuatoriana en Roma. Lo narra él mismo: “…mi viaje fue no solamente bueno sino también muy agradable; pues aunque me encontraba aislado en medio de una multitud desconocida, tenía muchas cosas en qué gozarme: el mar, ya sea en calma y alumbrado por una hermosa luna, ya rugiendo furioso en una noche de tormenta, arrebatada. Muchas veces me encontré, en alta noche y cuando todos dormían, yo solo sobre el puente, contemplando ese infinito que causa tantas emociones”.
Desconocido y solitario creíase Montalvo, pero iba yo con él, abismado en la noche inmensa de estrellas, y el mar rugiente de tempestades de su espíritu.
Llegamos a París de tránsito a Italia. Nos deslumbró la maravilla de su hermosura, pero también la inconmensurable grandeza de su pasado doblemente milenario. En cada calle, en toda esquina, en la piedra de cualquier recodo hallábamos escrita la historia de la cultura y la biografía del mundo.
Transité con Montalvo, una y muchas veces, por los jardines de Luxemburgo y el bosque de Bolonia. Estuvimos solitarios y pensativos, más de una noche misteriosa, en la Plaza de la Estrella, bajo el Arco del Triunfo, donde años más tarde, los parisienses velarían a Víctor Hugo, su romántico semidiós caído. Recorrimos los bulevares. Y sentimos la grandeza y suntuosidad de la Opera y la Magdalena. Cruzamos muchas veces el Sena por el Pont Neuf y el de Notre Dame para llegar a la Ile de la Cité, o el Pont Marié y el de Sully en dirección a la Ile de Saint Louis. Fui con él, en reiteradas ocasiones, al Cementerio de Montmartre donde iba a dialogar con los muertos y los sepulcros. Ya lo dijo Montalvo, sin referirse a sí mismo: “Relaciones con las estatuas, quehaceres con las tumbas, secretos con la Eternidad, achaques son del genio…”. Me sumergí con él en las naves llenas de sombras y de historia, de Notre Dame. Y las salas del Louvre oyeron el eco fantasmal de mi paso, junto al de Montalvo, hasta que los guardianes gritaban: “Messieurs, on va fermer…”.
Y luego el viaje a Italia. La Italia conocida y admirada por Montalvo desde su adolescencia. La que formara y fortaleciera con sus eminentes pensadores y artistas gran parte de su cultura universal durante su prolongado período de autodidacto. Lo dice Blanco Fombona: “En 1858 contaba Montalvo veinticinco años y a los veinticinco años en cualquier parte, pero mayormente en la prematura América del Trópico, un escritor de raza está formado, no ya en flor, sino en sazón”.
Sobre todo en el caso de Montalvo. Cuando llegó a Italia ya había hecho suyo, desde mucho antes, el tesoro de antigua y noble estirpe de la Lengua de Castilla, y en ese troquel forjó su estilo, castizo y castellano en todo caso, como su raza, según dijera Ricardo León: “Forjada en tantos yunques, derretida en tales hornos, vino a ser la lengua lo mismo que la raza: libre, copiosa y multiforme, dentro de la unidad robusta”.
Florencia, Génova, Milán, Venecia y, por fin, Roma, intuidas y amadas desde sus años de adolescencia, volvieron a desfilar ante sus pupilas para reconocerlas y amarlas aún más, de ser posible. No para aprender a escribir ante la taumaturgia de su belleza inspiradora. Para esculpir, con maestría, páginas inmortales: “Hace algunos días que estoy en Roma y creo que mi tiempo no está mal empleado. Desde la elevada cúpula de San Pedro hasta las oscuras catacumbas, desde el espléndido Vaticano hasta la salvaje gruta del Caco, todo lo he recorrido, todo lo he visitado… Pasé la noche en Roma, y al otro día madrugué para ir a Roma. Roma está para mí en las colinas, en el Foro, en los fragmentos de la Vía Sacra; Roma está para mí en el Panteón y en el Coliseo, en el Tíber y los viejos muros”. Visitó otras ciudades de Italia y las describe para periódicos de Ambato y Quito.
Viaja a París y asume las funciones de Secretario de la Legación del Ecuador, que sirve pocos meses. Enferma gravemente de artritis y resuelve volver al país. Le miré emocionalmente golpeado por la deslealtad de un amigo a quien prestó el dinero para comprar el pasaje de regreso. Y tuvo que sufrir hambre y dormir una noche en una bodega.
Al fin tomamos el barco que nos llevó al Ecuador. Desembarca en Guayaquil apoyado en muletas. Y desde Yaguachi escribe una carta dura y premonitoria a García Moreno que ejercía su omnímodo Poder del Estado: “Hay en Ud. -le dice- elementos de héroe y de… suavicemos el término, de tirano”. Y agrega que tendrá en él un enemigo, “no vulgar”.
Llega a su casa familiar, y llena su mirada con los paisajes nunca olvidados de Ficoa, de Yambo, de Punzán. Desaparece cinco años para la política, y se dedica a la autodidaccia. Lee y escribe. Pero alterna también estas actividades de la mente con el amor. María Manuela Gabriela Guzmán es la elegida. Y Ficoa, el refugio de su amor. Y nace un hijo: Carlos Juan Alfonso.
El Cosmopolita, y a largos intervalos, en los números sucesivos, se enfrasca en los inicios de la lucha periodística en sus cuartillas de “El búho de Ambato”, “El masonismo negro”, “Bailar sobre las ruinas”…
Llega el año 1869 en el que García Moreno se proclama Jefe Supremo. Montalvo se ve obligado a asilarse en la Legación de Colombia. Y luego a abandonar, clandestinamente, el país, con rumbo a Ipiales, que tendrá el destino de sus históricos extrañamientos. Casi de inmediato, por la vía de Tumaco y Barbacoa, se dirigió a Panamá.
Asistí a largas y confidenciales entrevistas con Eloy Alfaro, y con los medios económicos que el Capitán del liberalismo le proporcionara, realizó su segundo viaje a Europa. Su propósito fue encontrar alivio y curación de su polineuritis. Pero también buscar la posibilidad de publicar su obra ya iniciada con buenos auspicios.
Emprendió el viaje, largo y azaroso, sin poder despedirse de su esposa y su tierno hijo. “Este viaje –dice Agramonte- fue para Montalvo, teatro de privaciones, hambres y padecimientos sin cuenta”. Montalvo mismo, años más tarde, en ocasión memorable, escribirá estos amargos y dolorosos renglones: “No hablaré de ese malhadado viaje a Europa (el segundo, en el cual Montalvo tuvo que llegar a Niza y vivir un largo y apretado lapso de suplicio); no pude cumplir mi objeto, y el hambre, la cabellera erizada, los ojos echando sus llamas de fuego fatuo, descarnada y terrible, se me puso por delante”.
Con préstamos de dinero pudo Montalvo regresar a América. Hizo escala en Panamá. Y volvió a asistir a nuevas entrevistas, secretas y fulgurantes. El viejo Capitán de la Revolución y el apóstol de la palabra escrita soñaban estupendas realizaciones por el destino de la Patria lejana. Decidieron que Montalvo viajara a Lima, a visitar a los desterrados ecuatorianos que allí demoraban en su exilio. No tuvo el resultado que esperaban.
Decepcionado, pero no abatido, Montalvo desanduvo el camino que había andado, y volvió al lugar de su destino. A Ipiales, en el sur de Colombia, a escribir y luchar con su noble pluma heroica. A llenar fulgurantes cuartillas. Allí nacieron los “Siete Tratados”, casi todos sus dramas y otras páginas inmortales. Pero, sobre todo, hay que señalar su folleto “Fortuna y Felicidad”, que estremeció a sus enemigos. Nació en Ipiales este opúsculo que dio lugar al triángulo que se forma con “La Verdad: Refutación a las calumnias de Montalvo”, que vio la luz en Lima. Y luego las páginas perdidas, durante 113 años, del mínimo folleto “Juan Montalvo”, que falsamente se dice impreso en Guayaquil; anónimo, pues sus autores se escondieron detrás de lo que pretende dar autenticidad al libelo, y escribieron al final del mismo esta frase cobarde e inútil: “Unos Ecuatorianos”. Montalvo cinceló en frase estupenda su “Antropófago – Las atrocidades de un Monstruo – Prosa de la prosa – Los incurables”, impreso en Bogotá, el año 1872. Opúsculo del cual Roberto Andrade pudo salvar un ejemplar.
Según el alto y autorizado concepto de Agramonte, las páginas de “El Antropófago” están llenas de filosofía; pero, a las cuales Reyes dedica largas frases peyorativas: “crítica menuda (la de Montalvo) de fondo notoriamente ruin…”. Y Andrade, con arrogante energía, replica con duros epítetos que necesariamente hay que reiterar para la posteridad.
Del “Antropófago” montalvino debemos transcribir ineludiblemente por lo menos dos párrafos: “…Si el hambre es efecto de culpas ajenas o de virtudes propias, ¿dónde el rigor con ella? ¿dónde la misión a que se presta? Si necesidades padezco (que nadie lo sabe) es porque me han desterrado, me han quitado patria, casa, familia, todo; si me han desterrado, es porque no he querido ser de los opresores; si no he querido ser de los opresores, es porque he formado mi alma en los sanos principios de la filosofía: he cultivado mi modesta inteligencia con el estudio de los mejores libros, invirtiendo en ellos el tiempo que los demás empleaban en hacerse a bienes de fortuna”.
“El pedir fiado es un contrato como cualquier otro: causa obligaciones que, cumplidas tarde o temprano por el hombre de bien, le dejan tan tranquila la conciencia y tan sin empeñadura el honor, como si en vez de recibir hubiera dado. Fían los ricos, fían los príncipes, fían los reyes, fían los gobiernos, todos fían: ¡fió Napoleón, fió Bolívar! Y no había de fiar yo para no morir. Y si me dejo morir, ¿quién os daba estas lecciones, amigos y enemigos míos? Fié: mis amigos me condenan al suplicio de la cruz”.
Hemos de señalar también, y primordialmente, “La Dictadura Perpetua”, el tremendo ensayo acusatorio, anatema fulgurante henchido de premonición que habría de cumplirse al pie de la letra: que García Moreno, el dictador, el tirano, debía morir dando dos piruetas en el aire. Cuando el machete magnicida de Faustino Rayo acosaba y hería a su víctima, no lo arrinconaba contra el muro de la lonja del Palacio de Carondelet, sino que lo llevaba hacia la columnata que carecía de antepechos de hierro. Y al dar el último traspié hacia el vacío, el cuerpo ya casi inerte, vencido por su propio peso, dio dos volteretas antes de chocar contra el pavimento.
Dicen que al conocer la noticia de la muerte de García Moreno, Montalvo dijo: “Mi pluma lo mató”. No tiene testimonio auténtico este acontecimiento terrible, pero sin duda el anatema montalvino llevó a la consumación del hecho.
Montalvo no retornó de inmediato al Ecuador, aunque había desaparecido el último de los tiranos. Debió permanecer todavía casi un año en el destierro de Ipiales. El gobierno ecuatoriano reclamó la entrega del desterrado, pero sólo obtuvo la negativa de la absurda solicitud.
De nuevo en sus lares queridos, toma la pluma y no la deja en su labor inmensa de escribir. Pero una desazón le quema corazón adentro. Ansía por mirar otros horizontes, y se exilia voluntariamente. Allá lejos, más lejos de la llanura atlántica, de agua casi siempre agitada por tempestades y borrascas, está París, la Capital del mundo, con su tierra mollar e ilustre para su tumba.
Estuve con Montalvo en su expatriación definitiva, en 1881.
De nuevo con él sobre la llanura atlántica, sosegada y mansa, a veces, en perspectiva ilímite; otras, rugiente cordillera estremecida por plutónicas borrascas. Y Montalvo, mientras contemplaba la ola convulsa, sumergíase en el abismo de su propio espíritu en el que casi nunca reposaron la emoción y los recuerdos. Por el contrario, rugía el oceánico e implacable dolor de su angustia y su soledad. De sus ascendentes y sucesivas soledades hasta la más alta y definitiva: la séptima soledad, que dice Nietzche, la soledad de la grandeza.
Fue nuevamente París. Finalmente París. Inexorablemente París…
Tenía que serlo. Que al final de un plazo de apenas siete años le esperaría la muerte para la cita ineluctable. Llegaría, en barca fantasmal sobre el turbio azogue del Sena, recatada en la niebla del invierno de 1889…
Ya desde entonces llevaba Montalvo la tristeza de los días últimos. De los días finales, que empezaban a caer, partículas de polvo invisible, en la clepsidra. Finalmente fue París. Y Montalvo, en su vorágine, el enigma del grande hombre solitario. Le contemplé, meditabundo y nostálgico más que nunca. Comenzaba talvez a angustiarle el amargo degusto de sus propias páginas polémicas. Atrás quedaban cada vez más lejos, nombres y hombres perennizados, en todo el ámbito de América, en la picota del deshonor y el desprecio.
La pávida nostalgia del ambateño aplacábase únicamente cuando abría su valija de desterrado, y acariciaba, como dulce rostro de mujer querida, los manuscritos de sus libros capitales. Aquellas páginas en que pusiera, en la indómita acerbitud de los largos años de destierro en Ipiales, el tesoro de su espíritu en magnífica superación sobre las luchas políticas implacables y los irreconciliables anatemas.
Estuve con él cuando el proscrito hojeaba las cuartillas de apretados renglones de los “Siete Tratados”, los Sesenta Capítulos cervantinos y “Geometría Moral”, páginas adelantadas de un Octavo Tratado, nemoroso y amoroso, como sonata rota e inconclusa. Y ya ninguno más (No escribió Montalvo un Tratado de la Risa, sino un artículo filosófico de pocas páginas, sobre este motivo). Pero sí los dramas, a los que se refiere Roberto Andrade: “Según me dijo Montalvo en el Pucará, provincia del Carchi, cuando en 1879 partía a su último destierro, había intitulado Libro de las Pasiones a una selección de dramas. Una pasión es asunto de cada drama. Si no me equivoco los dramas fueron siete, pero en mi poder no existe sino cinco” (Roberto Andrade – Prólogo de El Libro de las Pasiones – Segunda edición en Obras Completas de Montalvo – Edición de la Casa de Montalvo – Ambato, 1970).
Durante un no prolongado paréntesis acompañé a Montalvo en la búsqueda de su propia huella. La de sus anteriores estadías en París. Alguna inaudible, aunque insistente premonición decíale que su afincamiento en la tibia y mollar tierra francesa, esta vez sería hasta más allá de su muerte. Y la reconquista de sus antiguos recuerdos se tornó llena de unción e íntima satisfacción. Itinerario retrospectivo, como en proyección cinematográfica, del tiempo perecido.
Le supe, luego, en febril cumplimiento de actividad literaria…
Algo así como insuperable anhelo de aturdimiento para olvidar evocaciones lancinantes. Horas y horas de trabajo, desde la mañana hasta la noche, apenas con un mínimo intervalo de descanso y refrigerio al mediodía. Fue la revisión final de originales, el poner los cruentos signos definitivos en las últimas “Catilinarias”, que el implacable arquero lanzaba sobre las tempestades oceánicas para que se nutrieran del fuego del rayo y el resplandor del relámpago antes de llegar a su destino.
Después, la publicación de los Siete Tratados, en la Imprenta de José Jacquín, en Besancon. Vi la angustia de Montalvo por la irregular y lenta impresión de su obra. Su cuidado por la nitidez de las páginas. Y, por fin, ya en sus manos los dos volúmenes, pulcramente empastados como para satisfacer la exigencia de un bibliófilo.
Llegó, para Montalvo, una holgada, aunque fugaz época de bienestar económico. Y una ráfaga de gloria literaria le oreó la frente. ¡Incompleto y efímero triunfo! Libreros y agentes explotáronle a su antojo. Y los escritores de la Península, con señaladas excepciones, si le prodigaron encendido elogio epistolar, negáronle un puesto en la Academia.
Efímero y doloroso triunfo. De retorno de un viaje a Madrid, que le diera profundas satisfacciones, pero también más de una decepción por injustas represalias ideológicas, vi dolerse a Montalvo al saborear el vaso de la amargura. El Arzobispo, del que Veintemilla dijera al despedirse de Quito: “Me voy, pero ahí les dejo a Ordóñez”, cumplía la velada amenaza del Presidente de los siete pecados capitales. Desde púlpitos de Quito y de provincias se prohibió, por herética, la obra de Montalvo.
El Vaticano la inscribió en el Index.
Y Montalvo escribió su Mercurial.
Su pluma casi rasgaba las cuartillas con afiebrado ímpetu. Las llenaba de arreboladas indignaciones. Ponía luz en ellas. Las encendía en fuego. Hacíalas sonoras con huracanes de desprecio. Y así quedó el Arzobispo estigmatizado para siempre. Degradado de su alta jerarquía eclesiástica al triste grado de cabo castrense. En treinta días esculpió –que no escribió- Montalvo su “Mercurial” inmortal. “El librito”, que peyorativamente dijera Reyes. Pero que son páginas inmortales de contornos lapidarios, en perfecta prosa castellana. Terrible. Tremenda. Casi apocalíptica…
Pero Montalvo tuvo, en este período de su vida, un sosegado refugio de amor: su fiel compañera Augustine Contoux, el ángel de su guarda, según su propio decir, quien le dio un hijo, Jean Montalvo Contoux, según escribió su madre en la dedicatoria de la fotografía de Jean, enviada al Ecuador, y como hubiese querido Montalvo que se llamara.
El 17 de enero de 1889 es la fecha infausta del fallecimiento de Montalvo. Y de inmediato, sin respetar su cadáver todavía tibio, ni los derechos humanos del difunto indefenso, comenzó la mitificación montalvina, propiciada por sus propios “amigos” y compatriotas…
Pablo Balarezo Moncayo
(Del libro "Montalvo - Testimonio Documental", 1995)

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