Por Roberto Aguilar
Sobre el mundo de la guerra fría hay un hecho que se
menciona poco: que era un mundo lleno de magazines ilustrados. A ambos lados de
la cortina de hierro, millones de ejemplares impresos en 24 idiomas circulaban
con su contenido ligero y su carga de propaganda ideológica. Las revistas más
extrañas de ese mundo esquizofrénico eran las que llegaban desde el este de
Europa a través de los institutos locales de amistad con los pueblos. Algunas
tenían nombres tan evidentes como Polonia, Yugoslavia o Sindicatos Búlgaros. Otras
elegían títulos que parecían discordar a propósito: el magazín ilustrado de la
República Democrática Alemana, país que acababa de construir un muro, se
llamaba Puente. Todas
lucían cortadas por la misma tijera, como si fuesen obra de un único editor. En
sus portadas, rollizos obreros sonreían incómodamente para las cámaras mientras
fundían el acero; iluminados estudiantes se entregaban con religiosa
concentración a su trabajo de laboratorio; aplomados deportistas cruzaban la
pista atlética con la mirada puesta en el horizonte… Todos tan pletóricos de
orgullo y optimismo, tan llenos de oportunidades, tan bien atendidos.
Esta semana, el aparato de propaganda del correísmo ha tenido a
bien deleitarnos con una galería de estereotipos humanos bastante parecida a la
descrita. La propaganda totalitaria de la guerra fría y la serie de
documentales El
Ecuador ya cambió, que se transmite por TV y se puede ver completa
en el canal de YouTube del mismo nombre, comparten los
mismos personajes: trabajadores sonrientes, iluminados estudiantes, aplomados
deportistas, agradecidas amas de casa que ofrecen su testimonio de vida en un
país que avanza hacia el horizonte luminoso del futuro. El clima espiritual que
sustenta su optimismo es inquietantemente similar al que describen las revistas
de la Alemania de Erich Honecker. Tiene al menos cuatro puntos en común:
- Las ínfulas de refundación. La sensación
–literalmente producida por el aparato de propaganda– de que estamos
viviendo los excitantes nuevos tiempos que conducen sin retorno a la nueva
historia, coto exclusivo del hombre nuevo. Los testimonios describen un
Ecuador sin carreteras, sin hospitales, sin escuelas, al extremo que resulta
difícil imaginar cómo se vivía en este paisito desprovisto de la más
elemental obra pública. Porque, dice una pintora, “teníamos prohibido usar
el presupuesto del Estado para mejorar los colegios”, óigase bien:
prohibido. Y los edificios públicos, asegura un periodista, eran “oscuros,
sucios, sórdidos”, mientras hoy son “luminosos, limpios, transparentes”.
Hoy, describe un constructor, “los niños pasean en bicicleta, andan en
patines, cosas que no podía hacer antes. Las personas utilizan servicios higiénicos,
ya no son letrinas. Es un cambio radical, es una revolución”. Por primera
vez las mujeres gozan de igualdad. Por primera vez los pueblos indígenas
reciben la atención que necesitan. Antes, cree recordar un actor, “no era
posible entrar a una tienda y quedarte conversando de política. Ahora
todos estamos conversando y todos tenemos una opinión. Ya hay una
conversación”. Hasta eso nos ha traído el correísmo: conversación.
Definitivamente la historia del país empezó hace ocho años.
- La ilusión de que esa nueva historia se
construye sobre el progreso material: la monumental obra pública, la
ingente inversión social que multiplica las oportunidades de desarrollo y
ofrece a la población trabajo, estudio, salud, dignidad, orgullo…
- El reconocimiento de que cada una de esas
oportunidades es un don, algo que le es dado a una persona por
intervención directa, inesperada, casi milagrosa del Estado. La madre de
un niño con discapacidad mental llora sus miserias hasta que recibe una
llamada de la vicepresidencia de la República. La mujer que emigró a
España y quedó asfixiada por la crisis de las hipotecas no encuentra
salida al drama de su vida hasta que un funcionario de la Secretaría del
Migrante se le acerca. El deportista que abandonó las canchas hoy regresa
porque el ministerio del Deporte le ofreció tres sueldos básicos. El
empresario que no termina de convencerse de que puede invertir en el país
finalmente se decide porque “pudo conversar con el presidente Rafael
Correa”. Un músico popular lo explica claramente: “antes –dice– para
llegar al Presidente había que ser gringo”. Hoy está al alcance de la
mano. Basta con acercarse a pedir y se os dará. Tal vez por esa misma
convicción (aunque estos testimonios no se encuentran recogidos en los
documentales) las madres de los colegiales encarcelados bajo el cargo de
rebelión no encuentran mejor alternativa que ir directamente donde se
encuentra el Presidente y pedir clemencia de rodillas. Al fin y al cabo,
de él proceden todos los dones.
- Este reconocimiento tiene una consecuencia:
la población está atada al Estado por una insoslayable deuda de lealtad.
Vive la servidumbre política (que no se percibe como tal porque en la
propaganda del Gobierno la política no existe) de sentirse obligada a la
retribución. A “poner el hombro”, como dice una doctora, en la gran obra
que se planifica y se coordina desde arriba. A no quejarse tanto, como
sugiere un artista. A “ir subiendo los pisos” del “gran edificio” cuyas
bases ya han sido colocadas, según feliz imagen de una periodista para
quien esto no es un gobierno: “es un proceso de cambio”. “Si la ciudadanía
no responde –asegura un filósofo– es muy difícil lograr los cambios. Es
una situación de absoluta reciprocidad”.
El Ecuador ya cambió: ahora el pueblo debe retribuir al Estado
por los dones recibidos. Ser recíproco. Ser agradecido. Este proyecto político
que nos propone el estado de propaganda no tiene nada que ver con la
democracia, como saben perfectamente los europeos del este a quienes durante cuarenta
años se les habló en los mismos términos. Hoy resulta imposible hojear un
ejemplar de Sindicatos Búlgaros sin soplarse de la risa. Cuando esto
haya terminado, los documentales de la Secom surtirán el mismo efecto.
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