domingo, 22 de febrero de 2015


Francisco Febres Cordero
Domingo, 22 de febrero, 2015
El muerto anónimo
Lo vi.
Era un día de sol, de viento, de playa. De alegría, como que era el segundo de carnaval. La gente, por ahí, jugaba fútbol. Los niños, por ahí, gritaban y corrían para mojar o evitar ser mojados. Dentro del mar, los jóvenes cabalgaban las olas en sus tablas de surf.
Y, mientras caminaba despreocupadamente y pensaba que todos los días de la vida debían ser como ese, noté que algo ocurría alrededor de un bote de la Armada al que habían arrastrado hasta la arena. Me acerqué con curiosa cautela.
Él estaba ahí, acostado. Ocupaba casi toda la superficie del bote y tenía cubierta la cabeza con una funda de plástico negro. Los brazos estaban cruzados sobre el pecho. Algunas partes de la piel lucían tatuajes de formas indescifrables y colores desvaídos.
Me estremecí. Me aparté. Volví a acercarme. Quería gritarle a él que no, que no era cierto. Que todo era culpa de ese sol abrasador que nos alucinaba.
–Ahogado– me dijo un guardiamarina.
Si me hubiera acordado de alguna oración, la hubiera dicho ante el cadáver. Pero no sabía ni siquiera a quién dirigir esa plegaria y, además, las palabras que pugnaban por salir no eran de resignación, sino de furia.
Seguí el camino. Pero nada fue lo mismo. Ni el sol, ni el viento, ni el mar fueron lo mismo.
Esa boca que no vi me gritaba su impotencia desde lo más oscuro de la bolsa negra. Me gritaba su silencio, que era un silencio eterno.
Él estaría, como yo, en la playa. Si joven, lleno de ilusiones. Si viejo, con su esperanza renacida. Y entonces –pienso– sintió el llamado del mar, se dejó seducir por el guiño de las olas que reventaban en su delante. Y corrió, atraído por el frescor blanco de la espuma, pero mucho más por el misterio, ese misterio inmensamente azul que le tentaba.
Alguien sacó el cuerpo, ya rígido, que fue como yo lo vi, sin un nombre que lo identificara todavía, sin edad, sin hijos ni familia conocidos, sin nacionalidad cierta. Y ya sin ilusiones. Y ya sin esperanza. Ya sin sol que le alumbrara. Y con el mar, que había sido su amigo, de enemigo.
¿Cuántas horas han pasado de eso? ¿Cuántos días? Y pasarán muchos carnavales y pasarán también algunas otras playas y pasarán otros soles y otros mares, y él seguirá ahí, prendido en mi memoria, yerto, sin rostro, sin nombre, sin futuro.
Era un hombre. Nada más que un hombre. Un hombre de los muchos que mueren diariamente. Pero a este lo vi, y me produjo un dolor de humanidad, como si él hubiera encarnado ese enigma que son todas las muertes. Como si él hubiera encarnado la muerte de todos los inocentes a quienes la muerte atenaza con su juego siniestro.
Lo demás son preguntas sin respuesta. Lo demás es un dolor que lacera. Es un dolor que quema adentro, allí donde unos dicen que está el alma.

La noticia afirma que fueron siete los ahogados durante el carnaval. Yo vi a uno. Y, viéndole a él, a quien no conocía, a quien nada debía, ahora debo mucho: me impidió seguir el resto de mi tránsito hacia ninguna parte, con tranquila indiferencia. Me volvió, tal vez, un poco más sensible, un poco más frágil, un poco más humilde. Un mucho más humano. (O)

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