domingo, 13 de julio de 2014

La reelección indefinida es una monstruosidad



Luis Verdesoto Custode
Había “guardado” este tema para una circunstancia política más pausada, para una discusión con menor apasionamiento. Pero no. La maniobra ya se avizora en el horizonte. Dados los costos políticos que tendrá calificarla como una enmienda, los estrategas gubernamentales han decidido imponer “todas” las reformas constitucionales que necesitan bajo ese paraguas. Y pagarlo en cuotas. La entrada menor la pagará el presidente, quien las propone, y las cuotas y los intereses serán cobrados a los legisladores. Rafael Correa se quedará con el capital –una norma a su discreción– y los asambleístas con los costos restantes –el repudio popular que se expresará en la siguiente elección–. Quiero correr una apuesta. ¿Habrá algún legislador gobiernista –uno solo– que se oponga a este burdo atropello a la soberanía popular? No saben cuánto quiero perder. Pero ganaré. Lo sostengo en las argumentaciones banales y pueriles que los asambleístas ponen todos los días sobre la mesa.

La forma de elegir al presidente y a las autoridades fue una institución acordada al más alto nivel, la Constitución, pues expresa metodológicamente cómo y con qué duración se construye la legitimidad de origen, que garantice la convivencia orientada hacia los objetivos comunes de una sociedad diversa. No es lo mismo elegir a las autoridades por una vez; abrir la posibilidad de reelegirlas otra vez; o tener abierto el camino de la reelección para siempre. Nuestra decisión electoral como ciudadanos está condicionada, por un lado, a la duración de la elección, mientras que, por otro lado, a que la elección de autoridades se da en sistemas políticos determinados, con diseños, reglas, problemas por resolver y objetivos por conseguir.
Dado que escogemos presidente y autoridades basándonos en una expectativa de futuro de la sociedad y del sistema político en que convivimos, no es trivial la propuesta de reelección indefinida. Por ello es que en la democratización del país, allá hace 35 años, los ecuatorianos decidimos que queríamos renovar a la clase política y dispusimos que no hubiese reelección de ningún tipo. Quizás fue muy radical la propuesta y tuvimos que rectificarla, especialmente para la elección de legisladores. Eran demasiados cuadros los que se demandaba a los partidos políticos de una democracia en pañales, que recién aprendía de instituciones. Pero el objetivo político estuvo claro. La renovación.
Además, porque la tradición ecuatoriana, su cultura política, estaba asentada en un reiterado retorno al caudillismo ante las crisis del sistema. Los ecuatorianos somos “velasquistas”, así como los argentinos “peronistas”, que oscilamos entre el mesías y los defectos de la responsabilidad colectiva. La democratización ecuatoriana se hizo contra los caudillos, para que la sociedad parada en sus propios pies pudiese rechazarlos. Las normas no solo condicionaban los temas de reelección para la renovación sistemática, sino en no alentar el retorno de Bucaram o Velasco. Y en una convergencia con la civilidad, las fuerzas armadas –que se habían manifestado anticaudillistas– asumieron en los civiles el alejamiento de esa posibilidad, en un país inflado por los nuevos recursos petroleros, que demandaba grados crecientes de racionalidad para su asignación.
La reelección indefinida de las autoridades, es decir, su duración potencial indefinida, corresponde al rango de normas que no pueden cambiarse por la decisión de unos delegados. No es un error de redacción, ni un accidente sin importancia. Es una institución central en la estructura del Estado. La soberanía popular para determinar el origen de la legitimidad y la duración de la representación política es irreemplazable. Es indelegable aunque se oculten en un desgastado mandato.
Más aún, profundizaré en la argumentación. Hay determinados temas que no deberían proponerse, pues afectan a la convivencia madura entre los ecuatorianos. Por más plebiscitaria que sea la gestión gubernamental –que en absoluto ha llegado a ser–, por ejemplo, no puede proponerse la introducción de la pena de muerte, porque afecta a un derecho central de la ciudadanía y de la justicia. El populista responde: si el pueblo me reelige, es que acepta a la institución, mecánica de una lógica pequeña. También podría decirse que la pena de muerte, si el pueblo la acepta, está bien. Pero la nación no puede depender de estos argumentos, ni de esa lógica, en los que solapadamente se filtran los componentes autoritarios de la cultura política. De los líderes y del pueblo. La democracia es una institucionalidad que debe dar forma a la decodificación del mandato. Y la da mediante las limitaciones del Estado de derecho, que estimulan al cumplimiento de los objetivos de mejoramiento de la representación y a una convivencia política de calidad.
Se reproduce y se reproduce en la comunicación pública la argumentación presidencial acerca de que muchos jefes de gobierno europeos se han reelegido y se reeligen. Juegan con el sentido común. Una cosa es un sistema parlamentario, cuya duración es indeterminada, pues están sujetos a la correlación parlamentaria, asentada en partidos políticos modernos. (Y el jefe de gobierno no tiene derecho al veto, aunque sí a la propuesta legislativa). Pero, fundamentalmente, se asienta en que el cogobierno del Parlamento plural asume la parte más importante de la responsabilidad. Y tiene todas las facultades de la renovación. Muchas veces está acompañado de una monarquía, que asienta su representación en la aceptación constitucional y en el linaje, para desempeñar la representación del Estado. Muchos la han asumido como una institución llave de la estabilidad sistémica.
Los sistemas presidenciales, al contrario de lo anterior, se basan en una duración determinada del presidente de la república (de que el periodo sea mediante una elección o una reelección), que además de la jefatura de gobierno ejerce la jefatura del Estado. Que concentra funciones basadas en su independencia y separación con el Legislativo, el que, sin embargo, conserva posibilidades de destitución basado en delitos políticos precisos. En esta perspectiva, el equilibrio de poder institucional entre funciones es básico. El más importante es la posibilidad de alternación en el Gobierno. La precaución más delicada consiste en limitar al personalismo presidencial, para que no sobresaturen la concentración de atribuciones y el ejercicio del poder con base en el carisma.
Obviamente, el sueño del presidente de sistemas políticos personalizados es la repetición indefinida. Infantilmente cree que su proyecto político es el único. Que si comete errores, le asiste una razón estratégica, pues es el comienzo (un “adanismo” vulgar) y el fin de la sociedad (un “teleologismo” cuasi religioso). Que la historia (y quienes la “manejan”, un partido de “razón planetaria”) lo han colocado en ese lugar para cumplir una función trascendente, por lo que debe continuar hasta el logro de ese objetivo. Es decir, él es el pueblo o mejor es más pueblo que la soberanía popular, a la que puede poner al servicio de sus sueños.
¿Habrá algún legislador gobiernista –uno solo– que se oponga a este burdo atropello a la soberanía popular?

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