martes, 15 de enero de 2019

  
La primera vez que me golpeó
Un profundo deterioro de mi salud me permitió tocar fondo, saber que me quería viva y feliz. Y aquí estoy, escribiendo estas líneas que recogen mi historia, y haciendo pública la violencia que viví por años de forma privada, escondida, avergonzada, sintiéndome responsable, doblemente culpable: culpable por pensar que yo la provocaba y culpable por saberme cobarde y no atreverme a denunciarla. Culpable por pensar que si denunciaba estaría traicionando a su familia, a la que quise y quiero inmensamente, culpable por el solo hecho de pensar en denunciar al padre de mi hijo.
13 de enero del 2019
WAARIM CHAPAIK

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra
.
—Blas de Otero
La primera vez que me golpeó él había bebido demasiado, fueron tirones de cabello y varias cachetadas mientras yo conducía, sin razón alguna. El día después, cuando despertó, se mostró consternado y me ofreció disculpas.
La siguiente, estaba sobrio. También yo conducía, esta vez en un viaje interprovincial de madrugada, tomé la ruta equivocada. Fueron varios golpes de puño en mi brazo, gritos y reclamos. Nuevamente se consternó, pero esta vez fui yo la que pidió disculpas y llorando supliqué que me perdonara. Él se excusó, me dijo que era el cansancio, la falta de sueño, una reciente pérdida, el estrés del trabajo. Yo le di la razón.
Muchas otras siguieron de la mano del alcohol; él tenía una suerte de furia reprimida y me decía que yo era la responsable. Me aseguraba que nunca había pasado con nadie más, que era yo quien desencadenaba esas reacciones, que el alcohol dejaba salir heridas, dolores y que no entendía por qué yo intensificaba su ira. Siempre fui la culpable.
Muchas otras siguieron de la mano del alcohol; él tenía una suerte de furia reprimida y me decía que yo era la responsable. Me aseguraba que nunca había pasado con nadie más, que era yo quien desencadenaba esas reacciones, que el alcohol dejaba salir heridas, dolores y que no entendía por qué yo intensificaba su ira. Siempre fui la culpable.
En otras ocasiones él no recordaba nada, yo le contaba llorosa al día siguiente. A veces él lo negaba, decía que no podía haber sucedido o que yo estaba exagerando. En un par de ocasiones intentó abrirme la puerta del auto en movimiento, en otras se bajaba furioso y me lanzaba la puerta con violencia.
Y yo, yo sentía que nunca amé tanto y también que nunca fui tan dependiente y vulnerable. Le tenía miedo y a la vez lo admiraba, hubiera dado la vida por él, sin dudar. De pronto fueron llegando las exigencias, las amistades restringidas, los viajes limitados, las actividades buenas y las inapropiadas.
De pronto me encontré bastante sola, él era mi mundo, todo mi mundo y yo era feliz, extrañamente feliz. Durante varios años sentía que vivía y moría por él, cocinaba sus platos favoritos, lavaba, secaba y doblaba su ropa, le preparaba las maletas, limpiaba y organizaba la casa, hacía las compras, lo llevaba y traía de donde él necesitase, su felicidad era la mía y nunca me pareció que estuviese mal, era “normal”.
No sé exactamente cuándo empezó a romperse la burbuja, no sé cuándo empecé a sentir los abusos y la violencia, las infidelidades y la mezquindad. A veces pienso que fue el embarazo, pienso que mi hijo me salvó de aquel círculo. Cuando me embaracé y, mucho más, cuando el bebé nació, la violencia me pareció aterrorizante.
Recuerdo que cuando tenía apenas dos meses de embarazo me enteré que él se había acostado con su expareja en el mismo departamento que nosotros vivíamos mientras yo estaba de viaje fuera del país. Cuando regresé y lo supe, me quería morir, no quería estar embarazada, no paraba de llorar. Él se molestó, me dijo que estaba histérica, me arrastró desde el dormitorio hasta el baño y exigió que me duchara para quitarme la histeria. Yo me resistí a ser arrastrada, pataleé, grité, le dije que lo odiaba. Me dejó tirada en el baño llorando por horas.
Al día siguiente la vecina me preguntó consternada si ella podía ayudarme en algo, le agradecí y preferí callar. Él, una vez más, me responsabilizó de lo sucedido y dijo que yo le había “pateado”, que él también había sido agredido. ¿Agredido?, ¿cómo?, hasta por física elemental eso era imposible. Peso la mitad de su peso, me lleva casi dos décadas, estaba embarazada, rota, a duras penas intentaba defenderme, pataleaba para impedir que me arrastrase.
Cuando nació el bebé, cada vez que él bebía, yo me encerraba con el pequeño en cualquiera de los dormitorios libres. Recuerdo haber dormido en el suelo con unos pocos cojines varias veces, con la puerta cerrada mientras él la golpeaba. Recuerdo haber llamado a la policía, recuerdo la desesperación y la angustia. Recuerdo que los empujones, jalones y golpes dejaron de darse solo en el espacio privado, luego fueron en el supermercado, en la calle.
Cuando nació el bebé, cada vez que él bebía, yo me encerraba con el pequeño en cualquiera de los dormitorios libres. Recuerdo haber dormido varias veces en el suelo, con unos pocos cojines, con la puerta cerrada mientras él la golpeaba.
Recuerdo que me cobraba alquiler de su departamento, que me obligaba a hacer reportes financieros en matrices de Excel, adjuntando las facturas físicas para evidenciar los gastos y que luego arbitrariamente y molesto contribuía con una fracción que no llegaba a la tercera parte de estos. Recuerdo que cuando nos separamos me cobró el mismo interés que establecían los bancos por el dinero que invirtió en la casa que compramos juntos. Recuerdo que eso no me parecía violencia, también era para mí “normal”.
No sé en qué orden se dieron las cosas, si su violencia desató mi rebeldía o si mi rebeldía exacerbó su violencia. Yo ya no tenía miedo y entonces los episodios de agresión eran cada vez más frecuentes y más violentos: empujones, golpes de puño, torceduras de brazos y muñecas hasta dejarme caer en llanto en el piso. Dejé de documentar los moretones en brazos y muñecas porque siempre, siempre pensé que no era tan grave y que de alguna forma era mi culpa. Aún guardo unas pocas fotografías a las que recurro insistentemente cada vez que él quiere convencerme de que no sucedió.
Una noche la agresión fue tan brutal, que me atrevería a llamarla “tortura”, tal como lo define la Real Academia de la Lengua: “Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”. Cuando al día siguiente me dijo que se sentía horrible y me pidió disculpas, le pregunté en qué se diferenciaba él, como militante de izquierda, de sus torturadores. ¿En qué?
Muchas veces sentí vergüenza de mí misma, de por qué yo no podía ser lo que él necesitaba, de por qué yo desencadenaba su furia. De por qué lo defendí más de una vez públicamente negando toda su violencia. Quería entender qué era lo que yo hacía mal, qué estaba mal conmigo. Pero al mismo tiempo, me sentía agotada. Estaba criando al bebé totalmente sola, trabajaba en dos instituciones y me hacía cargo de adecuar una casa para vivir. Él jamás compró ni colocó siquiera un foco. Me decía que lo descuidé, que lo abandoné, me reclamaba tiempo. Mientras tanto yo sobrepasada con la lactancia, las malas noches y el trabajo remunerado y no remunerado, únicamente pedía su ayuda.
Empezó a odiar lo que yo era, la que siempre fui. Le pesaba mi militancia, mi escritura, mi acción política, mi trabajo académico. Me decía que era mala madre, mala pareja, mala persona. Y, simplemente, yo no sabía cómo ser otra que la que era, porque estoy segura que, en ese punto, si lo hubiera sabido, lo hubiera hecho.


Me decía que era mala madre, mala pareja, mala persona. Y, simplemente, yo no sabía cómo ser otra que la que era, porque estoy segura que, en ese punto, si lo hubiera sabido, lo hubiera hecho.
Finalmente, no sé si la violencia o la mezquindad, me rompieron. Le pedí que se marchara. Inicié los procesos legales para la separación, la disolución de los bienes compartidos, las visitas del bebé y la pensión de alimentos. Paradójicamente, cuando se fue, pensé que me iba a morir. Durante meses acepté las humillaciones de los retornos a medias, los interminables triángulos amorosos, las miles de condiciones que yo debía cumplir para ser digna de su amor nuevamente.
En medio de ese dolor, conocí a alguien, conocí un amor que no golpea, que no condiciona, que no humilla, no maltrata, no demanda. Conocí un amor que cuida, que tiene empatía, que respeta y valora. Cuando él me supo libre, feliz y reconstruyéndome, de repente resultó que “yo era el amor de su vida”. He perdido la cuenta de las veces que me pidió regresar, llorando, luego de rituales y promesas de que todo sería diferente. A cada intento de retorno, se repetía la violencia, los triángulos afectivos y el dolor.
Los chantajes se volvieron una constante, me amenazaba con quitarme la custodia del bebé, me decía que revelaría mi historial médico, mi historial militante que incluía varias detenciones y privación de la libertad por movilizaciones y procesos de resistencia, me amenazaba con golpear a mi nueva pareja, con revelar información privada. Me controlaba desde el miedo.
Ya no sé cuántas amigas y amigos se alejaron de mi vida por esta historia de violencias, cuántas horas de llanto y dolor fueron desperdiciadas, pero, años después, finalmente he cerrado el ciclo. Un profundo deterioro de mi salud me permitió tocar fondo, saber que me quería viva y feliz. Y aquí estoy, escribiendo estas líneas que recogen mi historia, y haciendo pública la violencia que viví por años de forma privada, escondida, avergonzada, sintiéndome responsable, doblemente culpable: culpable por pensar que yo la provocaba y culpable por saberme cobarde y no atreverme a denunciarla. Culpable por pensar que si denunciaba estaría traicionando a su familia, a la que quise y quiero inmensamente, culpable por el solo hecho de pensar en denunciar al padre de mi hijo.
Me tomó años entender la reivindicación de que la violencia doméstica no es un asunto privado sino un problema público. Como dirían los mexicanos, “el 20 me cayó un poco tarde”. Fue la ternura del relato de vida de decenas de mujeres recicladoras —quienes han transformado la basura y las violencias en organización, resistencias y re-existencias— lo que me permitió escribir también mi propia historia.
Este texto se lo debo a María Aurora, compañera recicladora, quien durante horas nos contó las lógicas de empatronamiento (ser regaladas a patrones como fuerza de trabajo doméstico y sexual), callejización, abuso sexual, trata y tortura a la que la expusieron su padre y pareja. Cuando le preguntamos a María si quería censurar algún episodio de su relato, sin dudar un segundo nos dijo: “yo quiero que escriban todo, todo, porque quiero que mi testimonio sirva para denunciar desde la palabra lo que la ley ha dejado impune, y porque quiero que ninguna otra mujer viva lo que yo viví”.
Así me siento yo, ocho años después de la primera vez que fui golpeada; solo me queda la palabra, la palabra escrita como antídoto a la negación, el olvido y la impunidad.
Así me siento yo, ocho años después de la primera vez que fui golpeada; solo me queda la palabra, la palabra escrita como antídoto a la negación, el olvido y la impunidad. Varias veces desistí de los protocolos revictimizantes y burocráticos de denuncia, de los procedimientos administrativos que ponen en duda a la víctima y protegen al agresor, de los juicios de valor que por mi condición de mujer justifican la violencia: “porque trabaja en exceso, porque descuidó a la pareja, porque era muy sociable, coqueta, porque viajaba, porque tenía un perfil público, o porque el pobrecito estaba borracho y la quería demasiado”.
Entonces, cuando pienso por qué yo, una mujer adulta, mestiza, con estudios superiores e ingresos fijos, académica, con formación política, con muchos privilegios, no fui capaz de denunciar a mi agresor, no es precisamente la teoría del círculo de conciliación-acumulación de la tensión y agresión la que explica lo que viví.
Mi hipótesis es simple. La violencia de género se reproduce en la misma lógica con la que el capital opera. Cuando el Estado se pretende ciego, la empresa privada lo suplanta y coloniza los territorios comunitarios. Anula la soberanía económica, rompe el lazo social, enemista a las familias, aísla a las personas, desplaza, asesina; pero al mismo tiempo provee empleo (precarizado pero empleo al fin), obras de cemento, bonos, caridades, migajas. Siembra dependencia y esclavitud consentida. Es Dios y Diablo. Así opera también la violencia de género. Con un Estado ausente y la complicidad de la sociedad, el patriarcado opera desde la familia o la pareja como institución “privada” de dominación.
La pareja violenta humilla, agrede, explota, tortura y al mismo tiempo reproduce la dependencia económica y afectiva, es el “proveedor”, el compañero, el padre, la pareja a la que alguna vez amamos. Coloniza y controla los cuerpos, los corazones, las voces y el accionar de las mujeres. Por ello, solo el rompimiento consciente y público de esta suerte de colonización —la recuperación de la soberanía económica, de la autonomía productiva, de la soberanía del cuerpo y del corazón— nos hace libres y garantiza nuestra integridad.
Este texto es para usted, María Aurora, sin usted nunca lo hubiese terminado. Cuando la miro sonreír me veo a mí misma, incluso en la risa queda un rastro de tristeza. Esa tristeza producto de la impunidad que nos ha forzado a usar seudónimos para contar nuestras historias. No porque carezcamos de fuerza, sino porque el Estado está en deuda y queremos cuidarnos. Espero que dentro de algunos años podamos firmar los relatos con nuestros nombres y apellidos. Su historia es nuestra historia. La de miles de mujeres recicladoras que viven en las calles y basurales de América Latina, pero también la de otras mujeres que, como yo, necesitamos de su impulso para ser libres, para seguir vivas y felices.

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