(Segunda parte)
En Ficoa inició Montalvo su misión de hombre, la más noble y difícil de las misiones. Ser nada más, pero nada menos que todo un hombre. En la magnífica dimensión espiritual del término. No del “hombre abstracto, sino del alma viviente”, que dice Keyserling. De un hombre de pensamiento y acción, de una voluntad monolítica dirigida hacia un supremo ideal. De un hombre que sea dueño de una irrenunciable ambición, y simultáneamente de un inexorable renunciamiento. Tremenda paradoja únicamente posible para quien posea la fortaleza sobrehumana de aceptar los riesgos, los sacrificios, las responsabilidades que tal decisión significa.
Irrenunciable ambición de libertad, de todas las libertades humanas para el pueblo, aún a costa de la propia libertad personal, tras las rejas de la cárcel. Lucha sin tregua por la libertad, por todas las libertades humanas para el pueblo, hasta con el sacrificio de los atributos sustantivos del propio yo, menos el de la libertad de conciencia y el deber de honor, menos la libertad de pensar y decir la verdad, de lanzar el grito de la verdad a la cara de los tiranos.
Porque nada exige mayor fortaleza de espíritu y más ancho corazón que despojarse del atuendo dichoso, a su manera, del escritor provinciano del siglo XIX, que era feliz con un sino de patriarcado virgiliano en el que todos los días amanecían y transcurrían iguales, lentos, pesados, monótonos, sin ningún suceso extraordinario.
Porque nada exige mayor hombría que escoger el destino y la ruta del escritor combativo, con todos sus peligros, privaciones, pobreza e infortunio. Enarbolar la pluma combatiente, y entrar en la lid con pecho descubierto. Seguir la huella de Cristo, Bolívar y Don Quijote. Perder amor y hogar por un ideal donquijotesco. Olvidar comodidades y descanso. Comer el pan y el hambre del desterrado. Sentir cada vez más irrestañable la herida del agravio. Sin dejar de creer en Dios. Con fe de que aún existe algún rezago de bondad en los hombres. Salir proscrito de la Patria. Y no volver jamás a ella. Dejar honda huella de camino para el pueblo.
Y una lección que se prolonga, permanece y se purifica en el tamiz del tiempo y de la historia. Pero que todavía suscita odios y controversias para el banquete de la envidia y la detracción en que se solaza el lobo humano en torno de la vida y la obra de sembrador, que tal fue la lección y el combate de Montalvo.
Roberto Andrade, tan íntimamente vinculado a muchos episodios de la existencia de Montalvo, no podía prescindir de su visita a Ficoa. Lo hizo talvez demasiado tarde. Muchos años después de la muerte de don Juan. Cuando era la finca apenas sombra fantasmal de sus mejores días. Había pasado a otros dueños. La casa estaba abandonada. Y solo un individuo, que dijo ser el mayordomo, le proporcionó algunos datos, que es interesante consignarlos porque, en algún aspecto, precisan el perfil del personaje y el ambiente de su refugio, que fue Ficoa.
“Mientras residió en Ambato –dice Andrade- es decir, de 1860 a 1866; la vida de Montalvo fue de estudio, envidiable, en apariencia, no así si se recapacita cuántas debieron ser sus angustias y sus cóleras, a cada estruendo de la fusilería en los patíbulos, a los ayes de quienes eran despedazados con azotes. Joven todavía, no se le pudo culpar ningún extravío. Adoptó un modo de vivir raro entre nosotros, propio para él, del escritor en el verdadero sentido, de poeta, de pensador, de filósofo: ya conocía la fuente de la civilización contemporánea, la incomparable Europa. Levantábase a la aurora, leía, leía hasta la hora del almuerzo. Su mesa era frugalísima, sin vino y siempre se sentaba a ella solitario”.
“Terminado el almuerzo, se iba, paso a paso a Ficoa, cortijo de su familia, a orillas del Ambato. Muchos años después de su muerte fui a conocer aquella quintita. Se sale de la ciudad, se atraviesa el riachuelo por un puente, se trepa algunas cuadras por una ladera, en parte desnuda, en parte vestida de hortalizas y árboles frutales, y se llega a un callejoncito corto, que conduce a un jardincito casi abandonado, con algunos geranios, rosas y alelíes. A un lado se ve otro jardincito convertido en patio, y al fin de este, una casita deteriorada, baja y pequeñísima, pero de agradable aspecto. Casi desaparece la casuca debajo del follaje de melocotoneros, manzanas y otros árboles. No tenía sino tres cuartos habitables, y uno de ellos el del extremo septentrional lindante con una extensa huerta de árboles frutales, era el del escritor. En la casa, totalmente desocupada, no hallé sino un mayordomo, cuyo domicilio era una casita inmediata. Ficoa no pertenecía ya a la familia de Montalvo. El mayordomo, por dicha ya entrado en años, hablome largamente de él: acordábase de él desde 1860 hasta 1869. “Toda su vida fue de estudio”, me dijo. “Gustábale permanecer aquí; pero raro día lo pasaba en el cuarto; sumergíase en el bosque, y en él tenía diferentes puestos donde leía y escribía: el principal era una piedra lisa, que le servía de mesa; en ella pasaba escribiendo, y muchas veces almorzaba y merendaba allí”. Pasados los tiempos, los ambateños, si no los ecuatorianos, han de encerrar en un monumento aquel pupitre rústico del Miguel de Cervantes de estas épocas. “Cuando imprimía “El Cosmopolita” en Quito, solía venir por temporadas –continuó el mayordomo-; pero entonces no permanecía tranquilo; le llovían avisos desde Ambato, anunciándole que por la noche vendrían escoltas, con orden de apresarle vivo o muerto. No estaba de presidente el Sr. García Moreno; pero los presidentes dependían de él: D. Juan tenía, pues, que trasladar su casa al bosquete. En lo más profundo de él, mandó construir una chocita como de indios, donde dormía en una hamaca”. En Ficoa paseaba, escribía, pensaba; no era raro descubrirle allá en las márgenes del río, o tendido debajo de un árbol, o trepando con dificultad arenosos ribazos. Junto a la habitación donde él moraba, hay un eucaliptus, muy grande, muy grueso y muy viejo, sembrado por Montalvo, según el mayordomo. Por la tarde volvía y continuaban sus ocupaciones literarias. Teodoro su sobrino, niño todavía, le leía libros o periódicos hasta que el sueño le envolvía. Era otro Rousseau en las Charmettes; pero falta aún la inscripción de Harault de Sechelles”.
Andrade debió sentir la desolación y el abandono de la quinta predilecta del maestro y amigo. Y sobrecogido de nostalgia y de afectuoso recuerdo escribió el relato de su visita, que lo termina con un reclamo y un reproche.
Ficoa fue el refugio espiritual de Montalvo como para Rousseau fueron las Charmettes. El ginebrino tuvo en ellas el amor paradójicamente sereno y borrascoso de Mne. de Warens; Ficoa dejaría en Montalvo el recuerdo lacerante de incomprensión y talvez de desamor…
Montalvo solía llegar a un lugar solitario, en la orilla del río, para abstraerse en la meditación, o para leer o escribir. El Municipio ambateño quiso perennizar esta tradición montalvina, con un pequeño obelisco pétreo, que lo inauguró el 12 de abril de 1927. Entre los concurrentes estuvo presente el doctor Francisco Uribe, abogado y periodista guayaquileño, que cumplía confinio político en Ambato. Talvez ha desaparecido aquel mínimo obelisco, que a duras penas pudo merecer el nombre de monumento. Pero han quedado unas páginas de Uribe, en homenaje al escritor superbo, que fuera paradigma del combatiente y del proscrito.
Uribe conoció, en esa oportunidad, a un “hombre mayor”, que le dijo que se llamaba Julián López, y le dio curiosos datos de don Juan en Ficoa. Datos que coinciden, en su mayor parte, con los que proporcionara a don Roberto Andrade aquel mayordomo “ya entrado en años”: que talvez fue el mismo Julián López, por una de esas coincidencias con que juega el azar en la vida de los hombres.
Ni en París olvidó Montalvo a su Ficoa vegetal y telúrico. Su recuerdo, aroma de floresta y con sabor a fruta, le acompañaría siempre en las más solemnes o íntimas circunstancias de su vida, con imperativa presencia espiritual, aún sin nombrarlo.
“Cuando estuve en París –dice refiriéndose a aquel lugar delicioso que es el Luxemburgo- siempre anhelé por algo que no fuese París: busqué la soledad, si soledad puede hallarse en medio de ese concurso inmenso, y al dar con algo que no fuese bullicio y alegría me sentí feliz y alegre. El Luxemburgo tiene eso más de bueno: reina en él una melancolía, un espíritu incierto, una cosa triste y vaga que le hace por todo extremo grato a quien en algo tiene esa influencia de lo misterioso. Complacíame yo en aquel jardín, buscábale como sitio de descanso, le tenía por consuelo. Sus dos cisnes fueron mis amigos, mireles mucho, y mucho me gustaba verlos surcar la fuente con sus cuellos blancos y estirados. Las calles de rosales, las anchas avenidas de castaños, el bosque umbrío, la grama que verdea el suelo, la hojarasca sonora, la estatua solitaria llorando bajo su árbol con lágrimas de lluvia, y la música del órgano ambulante que allá atrás las verjas del jardín pedía el pan de su dueño infeliz; todo era de mi genio, todo despertaba en mi alma tristes, pero gustosas sensaciones”.
Cuando escribió a Lamartine, y llegó a él sin ser presentado por nadie, “…el arroyo que salta súbitamente en la montaña no tiene necesidad de que ninguno lo conduzca al río”, Ficoa estuvo en el itinerario mitológico en que quiso ser su guía:
“Me ha dicho que había pensado siempre en un viaje a la América. Esta sería una visita poética: allí vería tantas cosas dignas de él. Qué feliz me encontraría yo siendo su guía en este largo viaje! Qué feliz sería llevándolo conmigo!”.
“Yo le haría realizar una navegación mitológica sobre el Daule; los altos tamarindos y las ananas se inclinarían a su paso: subiríamos al Chimborazo, y desde la cima de los Andes arrojaría él una mirada inmensa sobre esa América inmensa! Descenderíamos por el otro lado, y luego nos encontraríamos en medio de esas llanuras donde tiembla la verde espiga. ¿Veis esos ancianos sauces que inclinan sus viejas cabezas, ya del un lado, ya del otro?”.
“Yo tengo allí flores y laureles para ofrecer a mi gran huésped; yo le llevaría a la casa de mi padre; nosotros nos internaríamos juntos en el bosque de Ficoa”.
Montalvo dedicó unas páginas en francés al recuerdo de su refugio predilecto de la orilla del Ambato. Les dio el título, sugeridor y romántico, de “Le Jardiniere de Ficoa”.
¿De qué género literario fue aquel trabajo casi totalmente desconocido? ¿Acaso fue un cuento, un relato, un trozo de diario autobiográfico e íntimo? ¿Una estupenda descripción de ese diorama cósmico, escenario de su niñez, profundamente estereotipado en su pensamiento? ¿Es Montalvo mismo el jardinero, cuidador amoroso de sus rosales y confidente del secreto de su río? ¿El guardián de esa parcela de raíces telúricas, la más bella y dolorosa de su espíritu?
De manera incidental se refiere Roberto Agramonte a ese trabajo montalvino, en los primeros párrafos de su Introducción a “Páginas Desconocidas”: “Nació Montalvo –dice Agramonte- en la villa o ciudad-jardín de San Juan de Dios de Ambato –dans la petie ville d’Ambato- como inicia primorosamente su cuento inédito “Le Jardiniere de Ficoa…”. Y casi en el párrafo final agrega: “Los siguientes trabajos están escritos en francés: Vous baissez, messieurs, Extravagances de la fiebre y Le Jardiniere de Ficoa”. Vuelve Agramonte al mismo asunto en nota marginal del Prólogo de Páginas Inéditas: “Entre los artículos inéditos de Montalvo escritos en francés, hay dos cuentos: “Le Jardiniere de Ficoa” y “Extravagances de la fiebre”. No hemos podido dar con ellos”.
“Fatalmente “Le Jardiniere de Ficoa” talvez no se lo conocerá nunca. Ha desaparecido. Lo leí en La Habana. Creo sería inencontrable”, escribe Agramonte.
Pero esa hermosa parcela de la heredad montalvina será siempre el “alba de oro” en la eternidad del recuerdo de “Le Jardiniere de Ficoa”; don Juan Montalvo.
Pablo Balarezo Moncayo
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