Simón Pachano
Cuando dijeron que la Constitución duraría trescientos años
no explicaron que para eso sería necesario deshacerla y hacerla cada vez que
les quedara estrecha. Ahora han comprendido que dejaron cabos sueltos al
limitar la reelección a una sola vez y que se equivocaron al llenar páginas de
páginas con garantías y derechos. Sostuvieron que al restringir el mandato de
una misma persona cerraban la puerta a los caudillismos propios de la
partidocracia. Al inundar con buenos deseos el texto constitucional aseguraron
que el futuro inmediato sería de justicia, igualdad y buen vivir para todos (y
todas, por supuesto). Con esas y otras disposiciones revolucionarias,
fácilmente se podían superar los tres siglos previstos, aunque ninguno de sus
autores –ni siquiera el semidiós que reina entre ellos– pudiera llegar a
comprobarlo porque inexplicablemente no incluyeron un artículo sobre la
inmortalidad humana.
Pero lo que más llama la atención no es la contradicción entre
los anhelos de eternidad de la mejor Constitución del mundo y el afán de
cambios de este momento, sino la importancia atribuida a un texto que nadie ha
respetado desde su promulgación. Basta recordar la autoasignación de nombre,
funciones y atribuciones por parte del órgano que, desde entonces, por sí y
ante sí, ejerce de guardián de la constitucionalidad. Si no fuera suficiente
eso, que sucedió el día en que se la puso en vigencia y manchó de irregularidad
a todo lo que vendría después, de inmediato se inició una cadena de violaciones
que incluyeron intervenciones en otros poderes y violación reiterada de las
mismas normas. Incluso se promulgaron leyes inconstitucionales y con la mayor
soltura se invirtió la jerarquía del orden jurídico cuando se colocó un decreto
presidencial o un reglamento por encima de una ley o de la Constitución.
Entonces, si esta no ha servido siquiera como referencia para sus propios
autores, cabe preguntarse qué está detrás de la urgencia por reformarla.
De las muchas respuestas posibles, cabe destacar dos. La
primera es que todo esto nos demuestra que nada ha cambiado en la historia
nacional. Seguimos manteniendo el fetichismo legal y constitucional, que
consiste en escribir unos textos rimbombantes para que nadie –comenzando por
sus propios autores– los respete y se rija por ellos. El famoso principio “se
acata pero no se cumple” es más viejo que la existencia de este territorio como
Estado independiente. En esas condiciones, la Constitución no es un marco que
establece los parámetros para la convivencia, sino uno más de los instrumentos
que se utilizan en la lucha política. Es una lanza, no un paraguas que protege
a todos.
La otra respuesta se encuentra dentro del Gobierno y de su
movimiento político. La disputa interna se expresa en el contenido que tendrían
las reformas. La consolidación del caudillismo y el desmontaje del garantismo
serían la derrota casi definitiva de la izquierda que aún queda allí (golpeada
además por la firma del tratado con Europa). La Constitución serviría,
entonces, para consolidar la renovación conservadora, no para frenarla. Y
contará con los votos de la izquierda.
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