Juan Pablo Serrano
Historiador, catedrático
Diálogo
Nos hemos caracterizado por mantener una práctica corporativa, que responde a intereses singulares, contrarios al interés nacional, y desde los poderes fácticos establecer chantajes y presiones al estado, en procura de beneficios.
Dialogar, es el único camino posible , no existe otra opción si queremos seguir juntos, procurarnos una vida en paz; si requerimos futuro compartido debemos dialogar. Esta es condición válida absolutamente para todo: ante la pareja amada, cuando cuidamos la relación con los hijos, si deseamos edificar familia; dialogamos para mantener una vida buena con los vecinos, en la comunidad indígena, entre los miembros del directorio de una empresa, con los compañeros de estudios, en el sindicato de obreros, en los altos cuerpos colegiados o a escala general de país. Dialogamos en todos los espacios en que interactuamos, sin este ejercicio no es posible edificar vida y sociedad de calidad, tampoco construir pareja, familia, amistad, comunidad, democracia y república.
El diálogo conjuga, con exquisita finura, tres elementos: escuchar, silencios y hablar. La escucha es una manifestación activa, refinada, implica la entrega de la atención al otro, volverse pasivo, receptivo, impresionable. Acción enormemente demandante, conlleva reconocimiento y respeto por el otro, permite la expresión de lo que habita en su interior. Escuchar al otro es una tarea necesaria, difícil, escasa. Es acción de apertura a una realidad de ideas, emociones, sentimientos y experiencias que no me pertenecen. Al abrirme, eventualmente puedo alimentarme, la escucha solo se produce en la calma, en el respeto; me silencio, cierro la boca y callo, surge la posibilidad de una mente silenciosa y dos oídos, y entrego mi atención al otro.
Luego, cuando se ha expresado lo que debía, al término del hablar debe surgir un silencio, no puede haber contestación inmediata a las palabras dichas, debe haber un silencio: sin silencio no hay diálogo posible. Cuando no hay pausa en los silencios significa que la mente estuvo activa, ansiosa por trasmitir su verdad. Repleta de ruido interior, simple y sencillamente la persona no escuchó. La clave del diálogo está en los silencios, en la mesura y posterior reflexión interior que provoca aquello que me fue entregado por el otro. Por eso el silencio es una fuerza superior, sólo a partir de este puede iniciar el diálogo.
En este momento tiene lugar la riposta: empiezo a hablar, el otro comienza a oír. Expreso: ideas, anhelos, frustraciones, dolores, tristezas, angustias, alegrías, expectativas y sueños; la luz y la sombra que habitan en mi interior. No controlo la escucha del otro, solo poseo dominio sobre lo que puedo hacer sobre mí. Pretendo tener dominio de las ideas y lo que se expresa al hablar. Es también responsabilidad la forma cómo lo enuncio, allí también radica la consideración por el otro, la prosodia manifiesta su importancia. Si las formas apeladas pretenden agredir, lastimar, degradar, vulnerar y aleccionar el diálogo se rompe y todo termina. Es un gran ejercicio ponerme en los zapatos del otro, respetarlo, considerarlo; la violencia engendra violencia, el positivismo atrae positivismo. Todo lo que sale de mi interior y lo trasmito al otro, debo estar dispuesto a recibir en igual proporción.
La confianza es un intangible que rodea al diálogo, es algo pulcro, diáfano, trasparente, sutil. Su construcción es lenta y sostenida; sin aquella es imposible dialogar, la ruptura de la confianza se la consigue fácilmente cuando los movimientos de una de las partes, lastima los constitutivos de la otra. Levantar confianza es una tarea lenta que demanda gran paciencia, pero su derrumbe toma el tiempo vertiginoso de una acción equivocada. La calidad de la escucha, de los silencios y del hablar, construyen el diálogo. Todo este proceso es un ejercicio de madurez muy alta, nos edifica como seres humanos, construye: pareja, familia, comunidad, instituciones, democracia y república.
El diálogo no es un proceso natural, es un constructo cultural que debe ser aprendido y practicado a partir de lo sencillo, hasta alcanzar complejidades. Vincula hábitos, valores éticos y prácticas sociales. Somos una sociedad del conflicto, la alta incidencia de litigios y la saturación del aparato judicial nos refleja de cuerpo entero. Desde lo privado, el conflicto ha saltado a lo comunitario, lo social y de allí a lo nacional. La confrontación recurrente y la imposibilidad de los acuerdos es un hecho cultural que evidencia la tragedia que vivimos.
Esta cualidad se encuentra inmersa en lo profundo de la historia de nuestros pueblos. No hemos aprendido a dialogar, somos un pueblo voluble con una gran cantidad de individuos o colectivos. Nos hemos caracterizado por mantener una práctica corporativa, que responde a intereses singulares, contrarios al interés nacional, y desde los poderes fácticos establecer chantajes y presiones al estado, en procura de beneficios.
Los resultados de los ejercicios de aprendizaje de diálogo, los esfuerzos que se han realizado para resolver conflictos sociales no son honrados en el tiempo, tampoco internalizados en la sociedad posibilitando la edificación de una nueva forma relacional. Esta práctica cultural es generalizada en todos los niveles de la sociedad, desde los grupos sociales mas humildes hasta los más encumbrados en el poder político y económico.
Los ecuatorianos no sabemos el fino arte de dialogar, aquello se expresa en la condición de la sociedad, en las instituciones que nos organizan, en el cuidado de los valores de filiación que nos unen como colectivo. Aprender a dialogar es una urgencia nacional. Ventajosamente la vertiginosa dinámica social y económica, el mercado, los procesos productivos, educativos y de profesionalización han ido lentamente revertiendo esta tendencia en múltiples grupos de la sociedad.
Sin diálogo no es posible hacer gobierno; es menos factible construir organización social, mucho menos comunidad; no es probable desactivar un conflicto, tampoco es presumible edificar confianza para la convivencia social, crear núcleos de pensamiento; ergo, es imposible formular una nueva constitución que sea sostenible, desconociendo a los contrarios, porque en tanto principio esta es el contrato social que refrenda la vinculación de todos.
El proceso evolutivo civilizatorio es el reconocimiento del diálogo y, como consecuencia de este, la superación del primitivismo, de la barbarie y la violencia como parteras de la historia y catalizadores social. Los acuerdos, la justicia y el derecho son expresiones de las humanas potencialidades; no es fructífero y trascendente el diálogo que ignora el marco regulatorio de la convivencia entre seres humanos, la ley.
En el tiempo de las vanidades y arrogancias, cuando llegan los huracanes y las tormentas, al hacerse presentes las confrontaciones, los incendios étnicos y sociales, el diálogo nos convoca como una difícil y extraña cualidad superior, que como sociedad no la poseemos en tradición, pero que en los momentos de mayor calidad nos ha acompañado ya sea en los espacios íntimos de filiación como en los más amplios colectivos, diversos y plurales, en la sociedad misma. El diálogo como un valor intrínseco de nuestra condición humana y de demócratas, el alto interés de la república, nos lo exige en madurez.
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