domingo, 24 de agosto de 2014

¿Un fascismo justificable?



El problema se presenta cuando partidos, organizaciones, dirigentes, gobernantes o regímenes que hablan y actúan a nombre de la izquierda desempolvan algunas reliquias del fascismo para operativizar sus proyectos. Como ocurre en nuestro país, por ejemplo, con una enmienda constitucional sobre el tema de la comunicación.
17 de julio del 2014
POR: Juan Cuvi
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.

Una opinión de semejante calibre implicaba un exceso que ni siquiera a la propia derecha se le podía permitir.

En otras épocas, las recientes declaraciones de Vinicio Alvarado,Secretario de la Administración Pública, habrían provocado la indignación virulenta y escandalizada de muchos de los actuales funcionarios de gobierno y dirigentes de Alianza País que alguna vez militaron en las filas de la izquierda. Insinuar como positiva la obra pública de los regímenes fascistas europeos sin señalar la política criminal e inhumana con que gobernaron habría sido motivo –con justa razón– de una condena inmisericorde. Una opinión de semejante calibre implicaba un exceso que ni siquiera a la propia derecha se le podía permitir. El horror político, moral, espiritual e ideológico del fascismo no admitía ninguna relativización que no se circunscribiera a la rigurosidad de los estudios históricos o académicos. Cualquier comentario medianamente favorable era inconcebible.
La izquierda europea jamás negó la impresionante capacidad movilizadora del nazi-fascismo, ni la adhesión fanática que suscitó en las masas, ni la eficacia de sus políticas económica y comunicativa; hacerlo habría constituido no sólo una apreciación antojadiza, sino un imperdonable error teórico en su estrategia para combatirlo. Lo que siempre estuvo claro es que todos estos éxitos se lograron sobre el sacrificio de la libertad, de los derechos y de millones de vidas inocentes. Por eso eran éxitos absolutamente injustificables… y mucho menos admisibles. Ni siquiera como ejemplo. Debajo de las espectaculares autopistas construidas por Hitler yacían –inocultables– miles de cadáveres de judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Detrás de la monumental y huachafa parafernalia diseñada por Mussolini asomaban los muros de las prisiones, donde se pudrió más de una generación de comunistas y socialistas italianos. Por eso, justamente, la izquierda europea no dudó en aliarse con liberales y socialdemócratas para librarse de la brutalidad del fascismo.
En América Latina, la perspectiva desde la cual se interpretó al fascismo difirió a consecuencia de dos factores fundamentales. Por un lado, no existió una constatación directa ni vivencial de sus efectos más brutales. No fue sino hasta la guerra civil española que los latinoamericanos pudimos tener una visión más objetiva sobre la verdadera naturaleza de un proyecto que, en varios aspectos, había logrado encandilar a muchos incautos. Las masacres del franquismo, y el posterior éxodo de los republicanos españoles, fue un anticipo del holocausto judío.
Por otro lado, el incipiente desarrollo teórico de la mayor parte de la izquierda latinoamericana a inicios del siglo XX tampoco permitió dilucidar con claridad el meollo del discurso fascista. En muchos casos, los fenómenos de desarticulación de las viejas sociedades oligárquicas, mediante la irrupción de las masas urbanas en la política, derivaron en abiertas simpatías con algunos postulados y prácticas del fascismo, como la reivindicación del Estado, el corporativismo, la militarización de la organización popular, la retórica nacionalista y patriótica, las políticas clientelares o la movilización frenética de las masas. Frente a las estructuras obsoletas y retardatarias que dominaban en América Latina, estas expresiones aparecían como novedosas, progresistas y en algunas circunstancias como antimperialistas. Sobre todo por la confrontación con los Estados Unidos.
Son estas imprecisiones y ambigüedades conceptuales las que están en el origen del simplismo teórico con que una buena parte de la izquierda latinoamericana acabó utilizando el término fascismo para clasificar el espectro político-ideológico del continente. Bajo esta denominación se encasilló a las fuerzas de la derecha a partir de rasgos, prácticas y conductas más que de doctrinas.  En tal virtud, el fascismo fue identificado con el ejercicio violento del poder, con la represión extrema o con las lógicas elitistas o dinásticas de gobierno, sin ponerle mayor atención a sus principios filosóficos. Así, dentro de esta categorización podían caber regímenes tan dispares como las dictaduras del Cono Sur, el somocismo nicaragüense, los gobiernos militares centroamericanos, una que otra dictadura de la región andina, el gobierno de Nixon e incluso algunos partidos y personajes de la derecha que abogaban por mecanismos fuertes y autoritarios de hacer política.
En tales circunstancias, el fascismo terminó reducido a particularidades como el rompimiento del orden constitucional, la retórica belicosa y la aplicación de formas criminales y profundamente autoritarias de hacer política (alguna vez, en uno de los interminables debates políticos que se desarrollaban en los cenáculos universitarios, escuché calificar a García Moreno como fascista, lo que significaba que mediante este mecanismo de simplificación teórica se podía atropellar incluso la más elemental noción de tiempo histórico). En varios casos, esta simplificación condujo a graves errores de interpretación política desde la izquierda. Por ejemplo, no haber entendido a tiempo que las dictaduras del Cono Sur no implicaban un retroceso hacia formas de totalitarismo trasnochado, sino el ingreso a un nuevo modelo de dominación global: el neoliberalismo. Empecinada en revelar la supuesta naturaleza fascista de esas dictaduras, la izquierda no se dio cuenta de que el neoliberalismo también podía asumir formas inhumanas, atroces, violentas y abiertamente criminales. Probablemente las estrategias de lucha en estas cuatro décadas habrían cambiado.
En estas condiciones, la izquierda latinoamericana tuvo serias dificultades para entender que dos de los pilares más importantes del fascismo fueron la legitimidad electoral y la adhesión masiva de la población. Es decir, todo lo opuesto de las expresiones políticas que en nuestro continente supuestamente cabían bajo esta denominación. No se podía entender, por ejemplo, por qué el nombre del partido nazi era Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. Es decir, una nomenclatura digna de las posturas más avanzadas de la izquierda. Ni por qué Mussolini provenía de las filas del partido socialista italiano.
La salida más cómoda a este intrincado laberinto discursivo y conceptual consistió en ocultar aquellos elementos que pudieran prestarse a interpretaciones confusas, al tiempo que se resaltaban los elementos más obvios e inequívocos. Este reduccionismo culminó con la sacralización de un sofisma que perdura hasta nuestros días: únicamente a quienes formalmente se identifican con o están ubicados en la derecha puede atribuírseles la reivindicación de posturas, propuestas, expresiones o normativas fascistas. La izquierda, por el simple hecho de autocalificarse como tal, está exenta de este pecado.
El problema se presenta, entonces, cuando partidos, organizaciones, dirigentes, gobernantes o regímenes que hablan y actúan a nombre de la izquierda desempolvan algunas reliquias del fascismo para operativizar sus proyectos. Como ocurre en nuestro país, por ejemplo, con una enmienda constitucional sobre el tema de la comunicación, cuyos antecedentes han sido ubicados –de acuerdo con una entrevista concedida por la Vicepresidenta de la Unión Nacional de Periodistas– en los gobiernos de Franco y Mussolini. Amparado en el sofisma antes señalado, el Secretario de la Administración Pública no tiene ningún reparo en pasar por alto esta advertencia.

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