Entre Ciudad Juárez y El Paso, Estado de Texas, hay una distancia que se recorre, caminando, en diez minutos sobre un puente sobre el Río Grande que es, en realidad, un riachuelo. Del lado mexicano, es una de las más peligrosas ciudades del mundo. Sus habitantes recuerdan la cantidad de muertos de violencia en cada esquina y esto es literal. Es una zona de tráfico de drogas y negocios ilícitos en donde la vida vale poco. Del otro lado, vecina íntima, está la segunda ciudad más segura de Estados Unidos, con notorio alto nivel de vida.
En la capital del Estado de Chihuahua hay certeza de encontrarse en medio de una balacera y todas las instituciones protegen la delincuencia y garantizan la impunidad de los malos y la indefensión de los buenos. En la ciudad El Paso, los niveles de violencia y grosera impunidad no son ni ligeramente comparables con su vecina cercana.
México, dicen, ha perdido la guerra contra la delincuencia organizada porque la estructura estatal de seguridad pública y de administración de justicia está contaminada, cooptada, controlada por los carteles y jefes de la violencia delincuencial. El tráfico de narcóticos, la trata de persona, las muertes violentas, quedan impunes porque el poder político, policías, fiscales, jueces son parte de las mafias. Y eso hace la diferencia entre Ciudad Juárez y El Paso: de un lado el Estado controlado por los delincuentes; del otro, la certeza de que políticos, jueces, policías y fiscales perseguirán a los delincuentes.
En estos días en Ecuador, se hizo allanamiento en las dependencias del Ministerio de Defensa y de los altos mandos militares para encontrar evidencias sobre los tratos y negocios criminales entre oficiales de Fuerzas Armadas y los jefes de la narcoguerrilla que opera en la frontera norte. Les suministran municiones que se roban de las que almacenan, supuestamente, para garantizar la seguridad ciudadana. Y les ofrecen protección e impunidad para que el hábitat territorial donde operan narcoguerrilleros sea un sitio seguro para ellos. Semanas atrás se encontró que, en bodegas en la Base de Manta, se almacena droga en cantidades importantes. La evidencia de registros de ingresos fue destruida. Se sabe que oficiales de la policía mantenían diálogos y relación directa con el jefe de la narcoguerrilla. Hay evidencia de la relación política y financiera del gobierno de Correa y los jefes de las FARC: sus emisarios y lobistas visitaron con mucha frecuencia el Palacio de Gobierno. Desde el bombardeo en Angostura y el destape de esos vínculos y de otros nexos con jefes locales del tráfico de drogas, se habló de que Ecuador era ya un narcoestado.
Desinstitucionalizar la estructura estatal de seguridad, Fuerzas Armadas, policía, fiscales y jueces; manejarlas mediante políticos pagados, políticas y soldados bajo contrato, tener fiscales y policías sobornados: así operan los cárteles delincuenciales. Lo que se ha hecho evidente en Ecuador –que es, con certeza, apenas una parte de las redes y relaciones venales entre autoridades y delincuentes– debería colocar a la sociedad en su conjunto en alerta. La prensa, la academia lo han denunciado y lo han discutido. Pero los políticos, gobernantes y representantes, prefieren poner la atención en lo episódico, en lo mediático y no en pensar en lo extremadamente pernicioso y destructivo que es vivir en un medio donde la delincuencia tiene patente de Corso e impunidad garantizada.
Los militares reaccionan con la postura de dama ofendida que esconde su pudor en público pero se lo rifa en privado. Intentan cerrar la investigación hacia sus fueros. Han sido imputados dos oficiales de rango inferior y así creen que se ha hecho justicia dejando a los otros implicados sin identidad o juicio. ¿O piensan que vamos a creer que embodegar toneladas de droga en una base militar es idea y obra de dos conscriptos?
Miles de municiones salen de los rastrillos militares, por taxis y camionetas, camino a la frontera norte en donde el Ecuador linda con las FARC. Los militares se ofenden. Los que ejercen alguna representación llaman ministros no para preguntar qué se ha hecho, qué implicaciones tiene para la seguridad que militares sean compinches; como lo son políticos de la narcoguerrilla. No, llaman para decir que se ha ofendido el honor militar y que la investigación deben hacerla ellos mismos.
El presidente Moreno sigue sin entender la urgencia que tiene su gobierno de proponer una agenda de acuerdos mínimos para institucionalizar la República, enfrentar las amenazas y resolver –o empezar a hacerlo– los graves problemas económicos. Uno de los temas cruciales es enfrentar la arremetida delincuencial, poderosa y llena de dólares para evitar terminar como Ciudad Juárez e intentar, aunque suene utópico e iluso, parecernos a El Paso.
Diego Ordóñez es abogado.
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