viernes, 2 de junio de 2023

 Por The New York Times

Niazi, de 41 años, viajó con su esposa y tres hijos, todos con gorras de béisbol de Nueva York. Niazi contó que trabajó en el servicio de protección del presidente afgano y mostró fotos suyas protegiendo a la primera dama estadounidense Laura Bush y al presidente Barack Obama.

Luego reprodujo un video de vigilancia en el que se veía a un grupo de personas a las que identificó como talibanes, golpeando a sus hermanos mientras lo buscaban. Niazi dijo que solicitó una visa estadounidense especial, pero como había trabajado para el gobierno afgano y no directamente para los estadounidenses, no cumplía los requisitos.

Ali y Nazanin, par de médicos veinteañeros recién casados, también lo estaban arriesgando todo en el viaje. Al igual que Taiba y su familia, son hazara, una minoría étnica que fue masacrada por los talibanes durante su primer régimen en la década de 1990, y creían que nunca iban a poder estar a salvo con el nuevo gobierno.

“Estoy pensando en mi futuro hijo”, dijo Ali.

Dos abuelos, uno de los cuales dijo que había trabajado para el derrocado gobierno afgano, viajaban con sus familias, eran 17 personas en total. También iban un hombre que dijo ser un expolicía afgano, Mohammad Sharif, y su esposa, Rahima con su hijo pequeño, nacido dos meses antes en Brasil.

Casi todos pidieron ser citados solo por sus nombres de pila, para proteger a sus familiares en Afganistán.

Mozhgan, de 20 años, era la más conversadora. Cursaba el décimo primer grado cuando los talibanes entraron en Kabul y no pudo ir más al colegio.


Mozhgan en Ciudad de México. “Los hombres pueden salir”, dijo de la vida bajo el régimen talibán. “¿Y nosotras? No tenemos vida”.
Mozhgan en Ciudad de México. “Los hombres pueden salir”, dijo de la vida bajo el régimen talibán. “¿Y nosotras? No tenemos vida”.

La presencia estadounidense le había abierto el mundo. Hablaba varios idiomas, entre ellos inglés, hindi y un poco de chino. Había visto películas de Marvel y escuchaba a BTS, el grupo de pop coreano cuya música había hecho que dejara de ser una “chica tímida y triste en el rincón” para convertirse en una mujer inquisitiva y segura de sí misma.

Soñaba con ser diseñadora de moda o periodista, como las mujeres de las películas estadounidenses. Su hermana, Samira, de 16 años, pensaba en ser astronauta. Bajo el régimen talibán, que ha prohibido la presencia de mujeres en la mayoría de espacios públicos, esas vidas ahora eran imposibles.

“Es como estar en un camino sin destino”, afirmó Mozhgan.

Su familia, también hazara, consideró vías legales para ingresar a Estados Unidos, dijo Mozhgan, pero concluyeron que eso “tardaría años”.

Entonces una bomba explotó en el colegio de su hermano en Kabul, muy probablemente un ataque ejecutado por militantes del Estado Islámico para desafiar a los talibanes, y su padre decidió huir.

“No sabes si vas a lograr sobrevivir”, dijo Mozhgan, “así que hay que tomar acciones ahora”.



Miles de migrantes desesperados llevan años realizando la ardua travesía selvática desde América del Sur a Estados Unidos.

Pero antes de que los estadounidenses se retiraran de Afganistán y los talibanes tomaran el poder, los afganos rara vez estaban entre esos migrantes. Funcionarios en Panamá afirman que solo unos 100 afganos cruzaron la selva entre 2010 y 2019.

Según las autoridades, ahora cientos de afganos se arriesgan cada mes. Forman parte de una aglomeración histórica de personas que atraviesan el Darién, la única forma de llegar por tierra de América del Sur a Estados Unidos.

El Darién es una maraña montañosa sin caminos que durante décadas era considerada como un último recurso e implica grandes complicaciones: ríos que arrastran cuerpos, cuestas que provocan infartos, lodo que casi se traga niños, delincuentes que roban, secuestran, asaltan y matan.

​​Pero con el caos económico y político de los últimos años, incluida la pandemia y la guerra en Ucrania, el interés por el Darién se ha disparado, junto con la incesante publicidad en TikTok, Facebook y WhatsApp por parte de traficantes y migrantes por igual, quienes en ocasiones presentan la ruta como una excursión familiar que casi cualquier persona puede emprender.

“Seguro. 100% confiable. Paquetes especiales”, reza una publicación de Facebook que muestra a personas tomadas de la mano mientras caminan hacia una bandera estadounidense que ondea. “Garantizados”.

En promedio, desde 2010 hasta 2020, menos de 11.000 personas cruzaron la selva cada año. Pero este año, según los funcionarios, se espera que hasta 400.000 personas hagan el viaje, casi todos ellos con rumbo a Estados Unidos.

Y si bien la mayoría proviene de Venezuela, Haití y Ecuador, la ruta se ha convertido cada vez más en unas Naciones Unidas de la migración, con un número cada vez mayor de personas de China, India, Nigeria, Somalia y otros países.

Biden está haciendo grandes esfuerzos para cerrar esa ruta. En abril, él y sus aliados en la región anunciaron una campaña de 60 días destinada a poner fin al movimiento ilícito de personas a través del Darién. Su gobierno también impuso nuevas reglas que se espera que dificulten la entrada a Estados Unidos de todos los solicitantes de asilo, incluidos los afganos.

Muchos de los afganos en el viaje sabían que Biden estaba tomando medidas drásticas contra la migración, pero afirmaron que iban a cruzar de todos modos, sin importar las dificultades.

“Si me rechazan 10 veces”, afirmó Ali, el médico, “10 veces regresaré”.



‘¿Sobreviviremos?’
En la Terminal B del aeropuerto de São Paulo-Guarulhos se conformó una aldea: afganos dormían bajo mantas de lana tendidas como tiendas de campaña sobre carritos de equipaje.

Era diciembre de 2022, y la mayoría había llegado a Brasil días antes, incluso semanas, cargando lo último de sus pertenencias y con solo una vaga idea de qué hacer a continuación.

Podían quedarse en Brasil, e incluso trabajar allí. Pero pocos hablaban portugués, y el salario mínimo del país era de solo unos 250 dólares mensuales. La mayoría tenía familias numerosas — de cinco, 10 o 20 personas— que mantener en casa. Muchos habían pedido prestado los últimos ahorros de sus familiares para llegar hasta aquí, y si no los devolvían, sus familias pasarían hambre.

“Soy la única esperanza de la familia”, afirmó Haroon, un ingeniero de 27 años recién llegado a Brasil.

Es por eso que muchos afganos siguieron rápidamente con el viaje, con la mente puesta en Estados Unidos.

Cruzaron Perú, Ecuador y Colombia, pasando de contrabandista a contrabandista como si fuesen una estafeta en una carrera de relevos.

En una noche sin estrellas en marzo, Taiba y su esposo, Ali, vadearon hacia un bote en Colombia junto a otros 50 afganos, rumbo al Tapón del Darién. La neblina opacaba la luna llena.



Su hoja de ruta no era más que un escueto PDF de tres páginas que circulaba por todo el mundo, a veces en las cadenas de WhatsApp. Escrito en persa, ofrecía consejos sobre cómo llegar desde Brasil hasta México con una lista de contactos de contrabandistas y escuetos consejos de viaje.

En Colombia, aconsejaba “siempre tener 10 dólares en tu pasaporte” para pagarle a los policías que amenazaran con arrestarlos. En la selva, “el primer día es estresante”. En México, “asegúrate de esconder todo tu dinero y documentos”.

El hijo de Taiba y Ali, un niño de mejillas redondas que acababa de cumplir 3 años, estaba cada vez más pesado, por lo que a menudo lo ataban a la espalda de un primo, Jalil, de 24 años, entrenador de kickboxing y un guardaespaldas ideal para el viaje que tenían por delante.



La mayoría de los afganos habían escuchado sobre los peligros del Darién, y su contrabandista les había ofrecido la llamada “ruta VIP” —que costaba 420 dólares por persona, en vez de los 300 dólares regulares— que acortaba el viaje a unos cuatro días, en lugar de ocho o nueve.

Mientras Taiba se subía al bote, junto con decenas de personas, intentaba comprender lo mucho que había cambiado su vida en los últimos dos años.

Taiba y Ali se habían conocido como estudiantes universitarios. Explica que Ali trabajó como traductor para las tropas españolas, antes de comenzar a trabajar con un contratista de las Naciones Unidas. Hasta la llegada de los talibanes, estaban felices y enamorados del Afganistán que estaban ayudando a construir. Luego, cuando los combatientes invadieron Kabul, Taiba corrió a su oficina para quemar documentos con la esperanza de protegerse a sí misma y a otras mujeres, dijo, antes de huir a otra ciudad.

Pasaron meses suplicándoles a diferentes gobiernos, hasta que Uruguay aceptó recibirlos. Pero en Montevideo, la capital, rápidamente decidieron que no podían ganar lo suficiente para mantener a sus familias en casa. Taiba abogó por dirigirse al norte.

Ahora se arrepentía.

Un capitán de la embarcación les gritó que guardaran los teléfonos, para que pudieran viajar sin ser detectados por la policía. El motor rugió y los 54 afganos aceleraron costa arriba, llorando, vomitando y rezando. Muchos nunca habían visto un océano o un mar.

“¿Nos vamos a ahogar?”, preguntó Mozhgan en voz alta. “¿O sobreviviremos?”.

Al día siguiente, entraron a la selva y subieron tres montañas, la última de las cuales es conocida localmente como La Llorona. Se caían a menudo, clavaban sus manos en árboles cubiertos de grandes espinas, veían cómo sus botas se llenaban de barro y, en ocasiones, se desplomaban por el agotamiento. El hijo del expolicía no paraba de llorar.



Mohammad Rahim, de 60 años, uno de los dos abuelos de la familia de 17, era el que más sufría: se detenía muchas veces cada hora para tumbarse en el suelo. Sus hijos se arrodillaban a su lado, masajeando su cuerpo para devolverle la energía. Murmurando oraciones, los otros afganos se preguntaban si lograría culminar el viaje.

Cerca de la cima de La Llorona, Ahmad, un ingeniero de 24 años, comenzó a desmoronarse.

“¡Estoy loco por venir aquí!”, gritó, golpeando con su machete las raíces de los árboles que se anudaban en el suelo.

Dijo que había intentado entrar legalmente en Estados Unidos postulándose a un programa de permiso humanitario en 2021, pero nunca obtuvo respuesta.

“¡Nadie se preocupa por nosotros!”, gritó. “¡Nos queda gente importante en Afganistán y a nadie le importa!”.



En los últimos días de la ocupación estadounidense en 2021, el gobierno de Biden transportó por aire a unos 88.500 afganos fuera del país, un esfuerzo que el presidente estadounidense calificó de “extraordinario”.

“Solo Estados Unidos tenía la capacidad, la voluntad y la habilidad para hacerlo”, dijo Biden al público estadounidense después.

Pero muchas decenas de miles de otros afganos también trabajaron con el gobierno estadounidense o con organizaciones estadounidenses durante la guerra, y podrían correr el riesgo de sufrir represalias, según #AfghanEvac, un grupo de organizaciones que ayudan a los afganos que buscan reubicarse.

Menos de 25.000 afganos han recibido visas especiales o el estatuto de refugiado en Estados Unidos desde los puentes aéreos de 2021, según datos del gobierno. Y las opciones son más escasas para las personas que no colaboraron con Estados Unidos, pero que aún podrían estar en peligro.

Aproximadamente 52.000 afganos han postulado a un programa de permiso humanitario conocido en inglés como humanitarian parole. A mediados de abril, solo 760 personas habían sido aprobadas.

En comparación, más de 300.000 ucranianos llegaron a Estados Unidos en el marco de diversos programas en poco más de un año.

“No entiendo por qué el mundo ha tenido los brazos tan abiertos con los ucranianos y tan cerrados para los afganos”, dijo Shawn VanDiver, el veterano de la Marina estadounidense que inició #AfghanEvac.

Una portavoz del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Adrienne Watson, declaró que el gobierno estaba trabajando para mejorar un programa de reasentamiento de afganos ya de por sí sólido. Lo calificó como “parte de nuestro compromiso a largo plazo con nuestros aliados afganos”.

Muchos de los afganos que estaban en la selva dijeron que no sentían ese compromiso.

“Hicimos muchas cosas por el pueblo estadounidense”, dijo Niazi, el padre que mostró fotos de sí mismo como guardia con el presidente Obama. “Pero el pueblo estadounidense simplemente nos abandonó”.

Una empinada colina de tierra era el último esfuerzo de los afganos a través de la jungla. Por fin habían llegado a un campamento construido por un grupo indígena, los emberá. Taiba miraba boquiabierta los generadores, las plataformas de madera y las mujeres que vendían pollo frito y Coca-Cola.

Por la mañana, los emberá los condujeron a unas canoas y, por 25 dólares por persona, los transportaron a un puesto de control en Panamá, donde los funcionarios los contaron, anotaron sus nacionalidades y los enviaron hacia el norte.

Mohammad Azim, de 70 años, el otro abuelo, corrió al río para lavarse. Después, bajo una reja cubierta de alambre de púas, se arrodilló para rezar, agradecido por haber llegado, pero preocupado por los miles de kilómetros que le quedaban por recorrer.



‘Todo es oscuro’
El grupo de 54 se dividió poco después.

Taiba y su familia tomaron un autobús a través de Costa Rica, luego caminaron durante horas hasta que encontraron un carro en Nicaragua y se vieron obligados a pagar sobornos a la policía en Honduras. En Guatemala siguieron caminando por la selva y le pagaron a otro contrabandista para que los llevara de un autobús a un bote, luego cruzaron un río y subieron a un camión que los trasladó hasta el sur de México.

En Uruguay, Taiba había dejado de usar el tradicional pañuelo de la cabeza para pasar desapercibida y se cortó el pelo cuando empezó a caérsele. Adelgazó 10 kilos y había visto cómo su hijo perdía el 15 por ciento de su peso corporal.

Si los estadounidenses no la acogían, pensó, tal vez seguiría su camino hasta Canadá, donde su esposo tenía parientes y, según imaginaba, el gobierno podría ser más acogedor.

Ali, el médico que prometió seguir intentando llegar a Estados Unidos, aunque lo “devolvieran” 10 veces, resultó ser profético. Cerca de la frontera estadounidense, la policía mexicana los detuvo a él y a su esposa, los robaron y los metieron en un autobús que los llevó por todo México, de vuelta a la frontera con Guatemala.

Desde allí partieron de nuevo, pero fueron detenidos por segunda vez y los encarcelaron durante alrededor de una semana.


Mozhgan y su hermana menor Morsal en Ciudad de México. Después de la selva, se dirigieron al norte en una serie de embarcaciones. “Mi madre estaba como loca”, dijo Mozhgan. “No hemos venido hasta aquí para morir en el océano”.

Las noticias sobre otros afganos que intentaron cruzar a Estados Unidos llegaban a cuentagotas.

Milad, abogado de 29 años, saltó el muro con su esposa y sus hijos, de 2 y 4 años. Según dijo, fueron detenidos en un centro estadounidense en Calexico, California, y les dijeron que los llevarían a un hotel. En lugar de eso, relató que los agentes fronterizos estadounidenses los metieron en una furgoneta blanca con las ventanillas oscurecidas que los dejó en una calle en Mexicali, México. Su primo Tamim, periodista de 27 años, dijo haber tenido una experiencia similar.

Ahmad Faheem Majeed, de 28 años, exoficial de inteligencia de la Fuerza Aérea Afgana que cruzó a Texas en septiembre de 2022, fue detenido y acusado de no entrar en un puesto de control designado, un delito menor. Se declaró culpable y permaneció bajo custodia estadounidense durante ocho meses, según consta en los registros judiciales.

“Ayudé a estos estadounidenses”, dijo desde el Centro de Detención Eden en Texas, a veces al borde de las lágrimas. “No entiendo por qué no me ayudan”.

Funcionarios de seguridad nacional de Estados Unidos declinaron hablar de sus casos.

La familia de Mozhgan llegó a Ciudad de México, pero tenía miedo de continuar sin la documentación de inmigración expedida por el gobierno mexicano, que pensaban que los protegería de la detención. Hicieron fila durante días antes de dirigirse al norte.

Taiba y su familia subieron a un autobús desde Ciudad de México hasta la frontera estadounidense.

“Por el placer de viajar”, decía el lema del autobús. Hacía un año que habían salido de Afganistán.



Un cansancio se apoderó de ella, su esperanza casi quedó sepultada por el agotamiento. Los delincuentes y la policía detuvieron el autobús en repetidas ocasiones para extorsionarlos. La tercera noche llegaron a Tijuana, con las luces de la frontera parpadeando a lo lejos. Era principios de abril.

A la noche siguiente, un contrabandista los llevó al túnel de drenaje en medio de la ciudad. Al subir la primera valla fronteriza, pudieron ver flores silvestres y una autopista al otro lado.

Taiba bajó al suelo con expectación y sus pies se posaron en la tierra.

Lo habían logrado, o eso creían.

Pasaron una noche fría en una especie de inframundo de la inmigración, atrapados entre dos vallas fronterizas. Por la mañana, los agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos los recogieron. Después de tantos miles de kilómetros, su bienvenida fue un centro de detención, dijeron.

Esperaban poder solicitar asilo allí mismo. En vez de eso, los funcionarios estadounidenses les entregaron documentos en los que se aclaraba que cada uno de ellos era un “extranjero presente en Estados Unidos”, sujeto a deportación.

Podrían luchar contra la expulsión en una audiencia judicial, fijada para el 30 de junio de 2025 en Boston, al otro lado del país.



Para solicitar asilo, tendrían que seguir el proceso por su cuenta o buscarse un abogado. Hasta entonces, no podían trabajar.

Una organización benéfica los alojó brevemente en una habitación de hotel, pero las preguntas empezaron a corroerlos: ¿Cómo iban a comer? ¿Dónde podrían vivir? ¿Este era el sueño americano?

“Todo es oscuro”, dijo Ali, el esposo de Taiba.

Los demás se enfrentaron a retos similares.

Milad, el abogado, volvió a intentar la travesía y lo logró. Consiguió trabajo en una cocina, sin tener papeles. Ali y Nazanin, los médicos, por fin llegaron a la frontera y la cruzaron, y luego se dirigieron a casa del hermano de ella en Georgia. Niazi, el guardia presidencial, acabó en un refugio de San Diego, preguntándose cómo hacer estudiar a sus tres hijos, que habían perdido dos años de escolarización.

Ninguna de las familias tenía un abogado ni una idea clara de cómo sobrevivir, y mucho menos de cómo alimentar a sus familias en Afganistán. La mayoría empezó a escribir mensajes desesperados a las organizaciones de ayuda a los migrantes, pero los grupos estaban desbordados y los afganos rara vez recibían respuesta.

La familia de Mozhgan se enfrentaba a un terror diferente: ella había desaparecido.

Escaló la primera valla fronteriza y pasó tres noches entre los muros. Finalmente, los funcionarios de inmigración llevaron a su familia a un centro de detención, pero a ella y a su hermano mayor, ambos mayores de 18 años, los trataron como adultos solos y los mantuvieron bajo custodia, mientras que el resto de la familia fue puesta en libertad en California.

Habían huido juntos de Afganistán y pasaron meses caminando por un terreno implacable, eludiendo a bandidos y a policías corruptos, solo para ser separados, sin contacto alguno, en el país donde esperaban encontrar refugio.

Su madre, Anisa, estaba desesperada, dijo Abdul, el padre de Mozhgan. “Es posible que no volvamos a verlos”, recuerda que le dijo.

Los hijos fueron liberados alrededor de una semana después y se reunieron con la familia.

Taiba siguió moviéndose. A principios de mayo, un grupo de ayuda de Nueva York le ofreció una plaza en un refugio y la familia se dirigió al este, con destino a una mayor incertidumbre. Sin asilo, se enfrentaban a una vida en las sombras, como millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos.

Su esposo siempre había creído que el Darién sería la parte más dura del viaje.

“Pero cuando terminé la selva, hemos visto que no”, dijo en español. “Dificultades hay para siempre”.

Federico Rioscolaboró con reportería desde Brasil, México y el Tapón del Darién, y Ruhullah Khapalwak, desde Vancouver.

Julie Turkewitz es jefa del buró de los Andes, que cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a América del Sur, fue corresponsal de temas nacionales y cubrió el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz









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