lunes, 31 de agosto de 2020

 Capítulo VI

El jocker y sociópata al desnudo

Sobre las alturas de las nubes subiré,
y seré semejante al Altísimo...
Libro de Isaías, 14, 14.

Pedro se encontraba sentado en una de las mesas del Pin ́s, co-
nocido restaurante, que era el punto concertado para la cita pre-
vista con uno de los amigos más cercanos de Correa, quien le

había solicitado absoluta reserva sobre su identidad, por razo-
nes de seguridad.

El reloj marcaba las ocho de la noche. La hora convenida. Esperó
media hora y estaba por irse. Cruzó por su mente la idea de que
lo más probable era que se hubiera arrepentido. En su trabajo
de comunicador, esas cosas ocurrían con cierta frecuencia. A la
gente no le gustaba comprometerse. Prefería la comodidad de la

poltrona o esa comodidad mayor: la de la complicidad del silen-
cio. Y a lo mejor estaban en lo correcto. Quién sabe.

—Buenas noches Licenciado. Disculpe el atraso. El enrevesado
tráfico de Quito me demoró. Es imprevisible como las mujeres,

HEREDARÁS LA SOMBRA

—49—

acotó, y soltó una carcajada franca, sonora y convocante. Pero
aquí estoy –su dialecto de costeño resultó inconfundible– listo
para la entrevista.
—Las tenga, muy buenas. ¿Desea un aperitivo?
—Sí, por favor, un canelazo. El frío está que muerde.
—Que sean dos –replicó Pedro. Llamó al mozo y le dio la orden.
—Usted que ha sido compañero de escuela y de colegio de
Correa, ¿como lo podría calificar por su inteligencia?

—Sin duda, es inteligente, pero no es dueño de una inteligen-
cia de real envergadura, como la que tuvo Carlos Julio, Febres

Cordero o Jaime Roldós, por ejemplo. De allí, precisamente,
surgen los errores que cometió durante su mandato. En su vida

estudiantil cuando alguien le derrotaba en una discusión u ob-
tenía mejores notas, perdía el tacto. En esos eventos, se derrum-
baba fácilmente, perdía el dominio de sí mismo y su descontrol

era de tal magnitud que podía terminar como un simple jocker.
—¿Como un payaso? No le puedo creer. Jamás había conocido
ese increíble rasgo de su personalidad.

—Sin embargo, su mayor fortaleza radicaba en su arrollador ca-
risma, sumado al chispeante lenguaje encandilador, otro de sus

rasgos, y, desde luego, a su condición de “mitómano patológico”,
calificativos que no son míos sino de la psiquiatría: no olvide
que soy doctor en la especialidad. Al término de su mandato,

el cúmulo de sus actitudes de corte dictatorial, su intransigen-
cia para admitir errores y las injustificadas ofensas que lanzaba

ALBERTORDÓÑEZ

—50—

en contra de sus “supuestos enemigos”, determinaron que con
un grupo de psiquiatras le diagnosticáramos que padecía de
“sociopatía”.
—¿Podría ilustrame y decirme qué es un sociópata?
—No tengo inconveniente. La psquiatría sostiene que se trata de
personalidades caracterizadas por la impulsividad, la hostilidad

y el desarrollo de conductas antisociales. Son dueños de una im-
presionante capacidad para la manipulación. Se creen mejores

que los demás y que están por encima de las reglas sociales, por
lo que no dudarán en mentir, abusar y manipular al resto hasta
conseguir lo que desean. Sea lo que fuere.

—Sí, Correa encaja en esas conductas, cuestión que está a la vis-
ta. Entonces, Correa sería un sociópata.

—Así es, pero, en todo caso, la conducta de Correa partía –así lo
creo– del hecho de que era presa de equivocadas ideas fijas, de

las que no podía apartarse y que le perseguían como una mal-
dición. Mantuvo un gabinete casi intacto, salvo cambios de sus

ministros de un ministerio a otro. El carrusel de las mismas figu-
ras en puestos diferentes. ¿No le parece una aberración?

—Por supuesto, coincido con usted –sostuvo Pedro.
—En ese mismo orden de cosas, no olvidó que el Banco del
Pichincha le cerró su cuenta corriente por malos manejos. Con

el fin de sacarse lo que en la intimidad llamaba “el maldito cla-
vo”, montó todo un sonoro aparataje judicial. Perseveraba siem-
pre en sus compulsivas obsesiones. Si no conseguía lo que se

proponía, sufría graves estados de depresión. Y si alguien se

HEREDARÁS LA SOMBRA

—51—

atrevía a contradecirle, no era capaz de soportarlo y se negaba

a todo razonamiento. Cuando compañeros de escuela, esa acti-
tud le costó más de una risa. En varias ocasiones terminaban di-
ciéndole: “oye Correa, no seas payaso”. Pero él, no cedía jamás.

Siempre se mantenía en sus “trece”. En el colegio, por ejemplo,
lo recuerdo como si fuera hoy, discutía que las famosas “mulas”:
las y los que transportaban droga a los EE. UU. y varios países de
Europa y Asia, no cometían delito alguno. Nunca daba razones.
Simplemente lo sostenía. Era su palabra y punto final.
—¡Qué increíble! –añadió Pedro.
—Un día, un compañero de colegio, para quien Correa no era de
su agrado, le enrostró con la siguiente expresión: lo que pasa
es que vos defiendes a las mulas porque tu papá fue una mula o
sea que vos eres hijo de una mula. ¿Y cómo se llaman los hijos

de las mulas? La chacota que vino a continuación fue un sos-
tenido y largo estrépito de carcajadas. Después, cuando estuvo

de Presidente pude entender el descomunal complejo que tenía
respecto de las mulas, pues uno de sus primeros decretos fue el
de indultarlas. La decisión, pese al absurdo que representaba,
pasó desapercibida. No existieron comentarios en contra, pero
la verdad es que yo y varios de mis amigos psiquiatras sabíamos
de dónde provenía la irracional decisión.
—O sea que era terco hasta el extremo de no dar su brazo a
torcer.
—Sí, Pedro, cuando se empecinaba en algo, no había vuelta
atrás. Sobredimensionado y vanidoso y, en tal medida, que me
atrevería a creer –varios cercanos a él, coinciden conmigo– que
padecía de un amenazador delirio de grandeza. Como ocurre en

ALBERTORDÓÑEZ

—52—

estos casos, él ni siquiera se daba cuenta. Por eso es que cuando

tuvo en sus manos el poder, si alguien se atrevía a criticarlo, lan-
zaba toda la maquinaria estatal –incluidos los jueces– hasta do-
blegarlo, conseguir que fuera conducido a prisión o que huyera

del país. Allí están por no citar sino tres casos: la indemnización
que obtuvo del Banco del Pichincha y de Diario El Universo, y el
forzado destierro del periodista Alfredo Palacio, quien tuvo que

refugiarse en los EE. UU., bajo la amenaza de “meterle en la cár-
cel”, porque para Correa era “un periodista corrupto”.

—¡Qué interesante esta relectura de esos hechos! –opinó Pedro.
—Su delirante mitomanía y capacidad para la manipulación
le llevó a decir que el millón de dólares con que coimaron a
Alecksei Mosquera, ex–Ministro de Electricidad, no era delito,
porque “había ocurrido cuando no era ministro y se trataba de

un trato efectuado entre particulares”. Cuando estuvo en la pre-
sidencia, presa de la droga de la vanidad, se creyó mesiánico. Sin

posibilidad de equivocación, él era el elegido. Y tan es así que
estaba absolutamente convencido –sin ninguna duda– de que
era el mejor presidente que había tenido el Ecuador. En varias

reuniones con los íntimos –quienes expresaban su sumisa con-
formidad– lo repetía con enfermiza insistencia. Inclusive llegó

al punto de afirmar “que era una réplica del Arcángel Luzbel”,
porque era el espejo en que se reflejaba la perfección. Su delirio

de grandeza no tenía límites. Su obra pública –afirmaba con in-
sistente énfasis– había consolidado la paz del país, porque ha-
bía logrado erradicar la pobreza y elevar la educación a niveles

nunca antes registrados: –ahora tienen varias escuelas del mi-
lenio que son las mejores de América, de la misma manera que

se jactaba de la Universidad Yachay–, amén de las carreteras de
primer orden y de otras inigualables maravillas que para él eran

HEREDARÁS LA SOMBRA

—53—

más ciertas que la luz del día. Había en la conducta de Correa

una promiscuidad por el embuste, una desquiciada autoalaban-
za, despilfarro de su ardor por la ironía, a veces demasiado bara-
ta, ingenio para lo nefasto, la presencia de mezquinos anhelos y

una alicaída ineptitud para lo positivo. Desde allí, no sería sal-
vado el mundo.

Pedro y su interlocutor concluyeron la entrevista cuando el reloj
marcaba las once y treinta de la noche.

—Le estoy profundamente reconocido, dijo Pedro. Su contribu-
ción para el reportaje ha sido decisiva. Contudente. Arrolladora.

—No exagere Pedro, estaré siempre listo a servirle. Ojalá su pe-
riodismo investigativo sirva para quitarle al país la venda que

hoy cubre sus ojos.
La Virgen del Panecillo tenía los ojos inmensamente abiertos y
Pedro podía jurar que estaban vivos y que miraban a Quito que

se extendía triunfal sobre la planicie central y las lomas de aba-
jo, entre luces que se prendían aquí y allá, de furtivos letreros

luminosos y de los faros de los vehículos que llevaban la prisa
propia de la avanzada hora. Las luces de las casas de las lomas
se fueron apagando una tras otra. La noche se volvió sombría y
terminó acostándose sobre la última pata de estrellas.

Tomado del libro: Heredarás la Sombra, de Alberto Ordóñez O.

No hay comentarios:

Publicar un comentario