martes, 16 de noviembre de 2021

 COLUMNAS

JUAN CUVI

Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.

Cárceles y coronavirus

La crisis carcelaria tiene mucho parecido con el coronavirus: ambos son fenómenos que se salieron de control. Ambos son productos directos o indirectos de la irresponsabilidad humana. 

Empecemos por el virus. Al margen de las teorías paranoicas y conspiracionistas respecto de su aparición, ya no se discute que su origen tiene relación directa con la alteración de los equilibrios naturales provocados por la intervención humana. La deforestación, la manipulación genética de plantas, el deshielo de los polos y un largo etcétera de otros factores han terminado creando condiciones para que ciertos virus se potencien y se trasladen a otros espacios y especies. 

En ese sentido, la pandemia del Covid-19 es una de las tantas consecuencias de un modelo de producción que carece de las más elementales regulaciones. Es lo que los tecnócratas denominan externalidades y los médicos iatrogénesis. Es decir, aquellos efectos negativos de las intervenciones humanas que se supone aportan a mejorar las condiciones de vida de la gente. Verbi gratia, los derrames petroleros o las infecciones que pescan los pacientes al interior de los hospitales. 

EL DISCURSO OFICIAL SE CENTRA EN LA ACCIÓN ULTRAVIOLENTA DE LOS CARTELES; ES DECIR, EN LAS EXTERNALIDADES DE UN ESQUEMA DE ENRIQUECIMIENTO QUE FUE PERMITIDO POR EL CAPITALISMO DESDE SUS ORÍGENES. EL PROBLEMA ES QUE EL MONSTRUITO CRECIÓ TANTO QUE SE SALIÓ DE CONTROL. TAL COMO LOS TALIBANES Y SU NEGOCIO DE LA HEROÍNA EN AFGANISTÁN.

Sigamos con la crisis carcelaria. La economía subterránea ligada a las actividades ilegales es parte sustancial del capitalismo. El tráfico de drogas, armas o personas mueve miles de millones de dólares, genera inversiones, dinamiza las finanzas, da empleo… Aparte de las mafias directamente implicadas en esas actividades, existen grupos económicos formales que lucran de esos negocios ilícitos, donde el lavado de activos tan solo es un engranaje de esa compleja y gigantesca maquinaria. Sin el narcotráfico, miles de empresas legales, sobre todo en los países pobres, se irían a pique.

Para nadie es un secreto que la producción, comercialización y consumo de drogas terminaron convertidos en insumos culturales de la posmodernidad. El yuppie que necesita cocaína para sostener su vértigo laboral y hedonista, o el muchacho marginal que busca con desesperación dinero fácil y rápido, están enganchados a esta economía subterránea, sin la cual el sistema en su conjunto empezaría a patalear. ¿Cómo sostener ciertos procesos sin la inyección de estos recursos declarados ilegales, pero hipócritamente aceptados desde el poder?

Nada se dice de los beneficiarios legales del narcotráfico. El discurso oficial se centra en la acción ultraviolenta de los carteles; es decir, en las externalidades de un esquema de enriquecimiento que fue permitido por el capitalismo desde sus orígenes. El problema es que el monstruito creció tanto que se salió de control. Tal como los talibanes y su negocio de la heroína en Afganistán. 

Nada se dice tampoco del abismal desequilibrio social y económico que provoca el capitalismo actual. La riqueza y la pobreza extremas son obscenas, son el caldo de cultivo para todas las formas inimaginables de disfuncionalidad social. Echarle la culpa de la crisis carcelaria a las bandas criminales es como echarle la culpa de la pandemia a los pangolines.

 No obstante, desde las lógicas del capital global y, consecuentemente, de nuestras autoridades criollas, se seguirá eludiendo el problema de fondo: el narcotráfico es una teta que amamanta a muchos cachorros. Pero militarizar las cárceles es menos comprometedor.

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