Cuando el pueblo levanta su voz,
no al cielo, sino al poder sordo,
como un churo que llama a la dignidad.
Entonces, tiemblan los tronos.
Entonces, el miedo cambia de dueño.
El poder, ese espectro disfrazado de patria,
responde no con diálogo,
sino con el rugido oxidado de los fusiles,
con los cascos brillando bajo el sol de la impunidad,
con órdenes frías que ciegan más que las balas.
Le teme al pueblo que despierta,
porque sabe que un pueblo despierto
es un imperio que se desmorona.
Despliegan a sus guardianes de acero,
no para proteger la vida,
sino para conservar el privilegio.
Los llaman “fuerzas del orden”,
pero su orden es la obediencia ciega,
la bota sobre la espalda,
la bala en el pecho del que exige pan y justicia.
Miran al pueblo como enemigo,
como si pedir derechos fuera un crimen,
como si el hambre fuera una amenaza
y la protesta terrorismo.
Pero no hay tanques que callen la memoria,
ni metralla que borre las razones.
Ellos, los uniformados del poder,
se convierten en símbolo de la prepotencia,
en estatuas vivas del castigo,
en los heraldos del silencio impuesto.
Han cambiado la bandera por la represión,
la patria por el mandato del amo.
Pero el pueblo, aunque herido, no se rinde.
Con sus muertos a cuestas, camina.
Con dignidad como escudo
y la esperanza como lanza,
camina.
Porque no hay dictadura que dure eternamente,
ni aparato represivo que pueda con la verdad.
El día llegará en que el uniforme
no sea excusa para la violencia,
y la patria no se defienda con balas,
sino con justicia.
Y entonces, bajo el mismo cielo
que hoy se cubre de humo y dolor,
el pueblo cantará sin miedo
la victoria de los que nunca se arrodillaron.
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