domingo, 8 de febrero de 2015


Francisco Febres Cordero

Petrificados

No había servicios higiénicos. Bueno, en realidad había dos, pero las puertas estaban cerradas porque no había agua. El grupo de turistas era numeroso (entre 150 y 200) y había acudido al bosque de Puyango porque estaba recorriendo, en las provincias de Loja y El Oro, el alucinante espectáculo del florecimiento de los guayacanes; entonces valía la pena hacer un tambo para contemplar esos árboles petrificados que tienen una antigüedad de cien millones de años.
Pero los petrificados eran los turistas que no tenían dónde hacer pipí y, así y todo, aguantándose, ingresaron primero a un remedo de museo, pequeño, oscuro, tristón y pobre, que en nada reflejaba la imponencia del sitio que iban a visitar, un lugar “donde hay la mayor colección de madera petrificada en el mundo”. Es decir, junto con Galápagos, un imán para atraer a turistas.
Desde esa cosa que dicen que es museo (con unas pocas muestras de fósiles marinos, troncos petrificados y textos impresos con escolar rusticidad, sujetados con chinches a las paredes) hay que caminar un kilómetro hasta la entrada del bosque, refrescándose con gruesos sorbos de agua en medio de un calor agobiante, pero aguantándose las ganas de hacer pipí. Bueno, para los hombres la cosa tenía solución: por ahí algunos se escudaban detrás de un árbol y lo regaban pródigamente, pero ¿y las mujeres? Ahí se quedaban ellas con sus ganas petrificadas ante el pudor de bajarse el pantalón.
En el grupo (ahora me incluyo) había viejos (también me incluyo), menos viejos y niños. Para todos, una sola guía. ¿Cómo?, preguntamos. “No estoy más que yo”, respondió, amabilísima, la guía, dejándonos petrificados.
Comenzamos a caminar por un sendero de madera cuyas tablas podridas no soportaban el paso de una sola persona, menos de 200. Las que no se partían, mostraban los clavos oxidados cuyas cabezas habían emergido, voraces, para lastimar los pies del infeliz que, por ver los árboles, no bajaba la vista. En medio del trayecto había puentes y miradores, pero estaban en tal estado de deterioro que la misma guía, a la que en el tumulto casi nadie escuchaba, recomendaba no pisar, a riesgo de sufrir un percance. Ante eso, autorizó invadir los espacios del bosque y hollarlos sin ningún rubor ecologista. Así, durante la hora y media que dura el trayecto, más de una araucaria petrificada junto con otras plantas no petrificadas fueron pisoteadas y, además, recibieron la lluvia que les caía súbitamente de anónimas y nubosas entrepiernas.

El bosque petrificado de Puyando es una joya y –seguro– ya vendrán para admirarla los miles de turistas animados por la propaganda del Super Bowl, que costó como tres y medio millones de dólares. Habrá que advertirles, sin embargo, que el tal museo es solo un cuartucho miserable; que vengan de sus países bien hechos pipí; que lleguen ya instruidos de lo que verán, porque la única guía que hay no alcanza para todos, y que traigan botas reforzadas para pisar sin resbalarse en los árboles petrificados y mancillar la naturaleza a cada paso por falta de senderos, todo lo cual, sin duda, habría que añadir en el spot All You Need is Ecuador, que también costó sus milloncitos… (O)

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