Francisco
Febres Cordero
Petrificados
No había
servicios higiénicos. Bueno, en realidad había dos, pero las puertas estaban
cerradas porque no había agua. El grupo de turistas era numeroso (entre 150 y
200) y había acudido al bosque de Puyango porque estaba recorriendo, en las
provincias de Loja y El Oro, el alucinante espectáculo del florecimiento de los
guayacanes; entonces valía la pena hacer un tambo para contemplar esos árboles
petrificados que tienen una antigüedad de cien millones de años.
Pero los petrificados eran los
turistas que no tenían dónde hacer pipí y, así y todo, aguantándose, ingresaron
primero a un remedo de museo, pequeño, oscuro, tristón y pobre, que en nada
reflejaba la imponencia del sitio que iban a visitar, un lugar “donde hay la
mayor colección de madera petrificada en el mundo”. Es decir, junto con
Galápagos, un imán para atraer a turistas.
Desde esa cosa que dicen que es museo
(con unas pocas muestras de fósiles marinos, troncos petrificados y textos
impresos con escolar rusticidad, sujetados con chinches a las paredes) hay que
caminar un kilómetro hasta la entrada del bosque, refrescándose con gruesos
sorbos de agua en medio de un calor agobiante, pero aguantándose las ganas de
hacer pipí. Bueno, para los hombres la cosa tenía solución: por ahí algunos se
escudaban detrás de un árbol y lo regaban pródigamente, pero ¿y las mujeres?
Ahí se quedaban ellas con sus ganas petrificadas ante el pudor de bajarse el
pantalón.
En el grupo (ahora me incluyo) había
viejos (también me incluyo), menos viejos y niños. Para todos, una sola guía.
¿Cómo?, preguntamos. “No estoy más que yo”, respondió, amabilísima, la guía,
dejándonos petrificados.
Comenzamos a caminar por un sendero
de madera cuyas tablas podridas no soportaban el paso de una sola persona,
menos de 200. Las que no se partían, mostraban los clavos oxidados cuyas
cabezas habían emergido, voraces, para lastimar los pies del infeliz que, por
ver los árboles, no bajaba la vista. En medio del trayecto había puentes y
miradores, pero estaban en tal estado de deterioro que la misma guía, a la que
en el tumulto casi nadie escuchaba, recomendaba no pisar, a riesgo de sufrir un
percance. Ante eso, autorizó invadir los espacios del bosque y hollarlos sin
ningún rubor ecologista. Así, durante la hora y media que dura el trayecto, más
de una araucaria petrificada junto con otras plantas no petrificadas fueron
pisoteadas y, además, recibieron la lluvia que les caía súbitamente de anónimas
y nubosas entrepiernas.
El bosque petrificado de Puyando es
una joya y –seguro– ya vendrán para admirarla los miles de turistas animados
por la propaganda del Super Bowl, que costó como tres y medio millones de
dólares. Habrá que advertirles, sin embargo, que el tal museo es solo un
cuartucho miserable; que vengan de sus países bien hechos pipí; que lleguen ya
instruidos de lo que verán, porque la única guía que hay no alcanza para todos,
y que traigan botas reforzadas para pisar sin resbalarse en los árboles
petrificados y mancillar la naturaleza a cada paso por falta de senderos, todo
lo cual, sin duda, habría que añadir en el spot All You Need is Ecuador, que
también costó sus milloncitos… (O)
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