Fernando
Balseca
Caricatura y
democracia
El artista de la
caricatura, Xavier Bonilla, Bonil, se apresta a concurrir a una audiencia en su
contra en la Superintendencia de la Información y Comunicación. Todo por una
obra de arte suya que aludía crítica e irónicamente al papel desempeñado por un
asambleísta oficialista ecuatoriano. Nada más. La acusación de discriminación
que motivó esa caricatura es otra prueba de la incapacidad de pensar que
padecen aquellos que han decidido ser serviciales al poder político actual.
Esta audiencia también ratifica la necesidad de que, en un futuro muy cercano,
la Supercom deje de ser el brazo ejecutor de un poder abusivo.
Un
estupendo escritor de sátira humorística –además de reputado dramaturgo– fue el
polaco Slawomir Mrozek (1930-2013), quien publicó varios libros de relatos
cortos en los que se carcajeó de la estupidez del sistema y de los gobernantes
de su país en tiempos de la dictadura comunista. Cuando pudo vivir en Italia y
en México escribió para burlarse de las idioteces que veía en el capitalismo.
Así proceden los auténticos artistas: sin dogmas ideológicos, cuestionando la
estulticia de los hombres, sin importar los intereses políticos de la hora. Así
ha sido el arte de Bonil antes del correísmo, durante el correísmo, y así mismo
será cuando el correísmo haya terminado.
Las
convulsiones fortalecen a los artistas e intelectuales. Por eso, Mrozek dijo en
1995: “No creo que se me agoten los temas, porque no estoy de acuerdo con
nada”. Este no estar de acuerdo con nada se corresponde con el espíritu de un
firme libertario que no le debe nada a nadie, a quien poco le interesa
agradarle a la gente poderosa. Para Jan Sídney, “Mrozek describe el estalinismo
cotidiano, el despotismo de nuestras costumbres, de nuestras formas de pensar,
de las barreras que nosotros mismos levantamos. Sus grotescas ocurrencias ponen
en evidencia la más pérfida de las dictaduras: la autoimpuesta”.
Los
artistas del humor, como Mrozek, como Bonil, delatan la insulsa arrogancia que
llevan por dentro los que se sienten poderosos. En un cuento de Mrozek un líder
revolucionario derroca al dictador y se dirige a su despacho para conocer los
archivos que le daban fortaleza a su antecesor; pero lo que él mantenía oculto
eran cajas de un Mickey Mouse hecho en plástico de mala calidad. Así, parte de
la grandeza que le conferimos al poderoso proviene de nuestra propia ilusión.
El humor destruye ese halo de intocables en el que quieren existir los
poderosos. Mrozek desacraliza y Bonil también. Si no se caricaturiza al poder,
la democracia tambalea.
Otro
relato de Mrozek narra que el Casanova, un local nocturno en Cracovia, ha
cambiado de nombre por acción del gobierno revolucionario: ahora se llama Punto
de Acción Recreativa al Servicio de las Masas Trabajadoras. Cuando la Ley
Orgánica de Comunicación cumplió un año en junio del 2014, algunos carteles
oficiales decían: “1 año democratizando la palabra”. Pero pasamos, más bien, un
periodo en que las nuevas élites intentan secuestrar los significados de las
palabras y de otros mensajes. Y eso de ninguna manera es democratizar la
palabra. Suele suceder que, al pretender hablar en serio y de modo
trascendente, el poder revela su propia caricatura.(O)
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