viernes, 15 de mayo de 2015

Monjas, sumisas y mujeres-culo

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“Algunos han osado llamarnos sumisas”. Con estas palabras, pronunciadas al desgaire en el jactancioso discurso con que se reinstaló este jueves en el cargo de vicepresidenta segunda de la Asamblea Nacional, Marcela Aguiñaga demostró tener una jeta tan grande que se la pisa al andar. Y nada de sangre en la cara. ¿No fue ella misma, apenas la víspera, quien se declaró “sumisa una y mil veces” en una entrevista en Ecuavisa y luego, por si subsistiera alguna duda, repitió el mensaje en su cuenta de Twitter? “Seré sumisa una y mil veces cuando se trate de luchar y reivindicar los derechos de la mujer”. Ser sumisa para luchar es como ser indómita para rendirse: una imposibilidad lógica o una gansada pura y simple. Nada nuevo para alguien que, cuando presidenta de la Comisión de Biodiversidad, se autocalificó como “defensora de la vida” a la hora de lavarse las manos ante el potencial etnocidio de los taromenane. Algún día se declarará nazi, una y mil veces nazi, cuando se trate de defender a los judíos. Si Marcela Aguiñaga no existiera habría que inventarla: de algo hay que reír.
El tuit de la vicepresidenta segunda fue el detalle imperecedero de una semana olvidable en la cual, a propósito de la reelección de las tres autoridades máximas de la Asamblea, se volvieron a cantar las alabanzas de rigor en torno a la política correísta de igualdad entre los sexos. Imperecedero porque pone en evidencia lo único que cabe recordar de todo este despliegue de retórica barata: su insoslayable falacia. ¿Qué pueden hacer las autoridades correístas para resolver las inevitables contradicciones entre la realidad y sus discursos, contradicciones que brotan casi cada vez que abren la boca? Sólo tienen una posibilidad: desconocerlas. Aunque eso implique abjurar de la decencia y enemistarse con la lógica. A las contradicciones simplemente hay que ignorarlas y seguir tirando con tres palmos de narices. Nunca está demás proferir indignados juramentos asegurando que no dijeron lo que a todos consta que dijeron. A la final ellos mandan.
Ellos mandan y han decretado, por ejemplo, que el correísmo es el inventor de la igualdad entre los sexos en el país. No fueron décadas de procesos sociales, organizativos y de toma de conciencia. No fueron los esfuerzos de un activismo político que conquistó, entre otras cosas y mucho antes de que Rafael Correa apareciera en el horizonte, una ley electoral que impuso la alternancia entre hombres y mujeres en la composición de las listas de aspirantes al poder Legislativo (alternancia que, según el presidente, no se sabe si contribuyó a mejorar la democracia pero sí volvió más interesantes las farras en Carondelet). No, la sociedad no avanzó un centímetro hasta que llegaron ellos y decretaron la igualdad. Para sostener esta mentira inventan mitos por la cara. “Algunos evidentemente se ofendieron” cuando la Asamblea eligió a tres mujeres para presidirla, dijo Aguiñaga en su discurso. ¿Algunos? ¿Quiénes? ¿Dónde? ¿Qué dijeron? Lo consideraron “casi un sacrilegio”, inventó poniéndole color a la mentira. ¿En serio? ¿Y eran todos hombres o hubo alguna que otra sumisa entre los indignados? ¿Tan atrasada estaba la sociedad ecuatoriana hasta que llegó Rafael Correa para modernizarla?
La realidad en lo que respecta al presidente es muy distinta.
9 de mayo, sabatina número 423: la cámara recorre la improvisada platea donde centenares de partidarios se han reunido para escuchar al presidente. Como de costumbre, y como si del programa Haga negocio conmigo se tratara, el camarógrafo busca a las muchachas más bonitas para los close-ups más prolongados. De pronto –y esto también es usual– una chica guapa llama la atención del presidente. En ese preciso momento está haciendo su elogio de las madres, circunstancia que le permite derivar fácilmente hacia otro tema de su preferencia: “Espero que la guagua lindísima que están enfocando todavía no sea madre porque es muy jovencita”, se interrumpe, y luego la aborda directamente: “Tú no eres mami, ¿no?”. Lo que sigue es una retahíla de consejos para niñas directamente extraído del Plan Familia: “Y me estudias la Universidad, y después posgrado, y recién ahí te piensas en casar o hacerte monjita, lo que sea. Pero primero universidad y maestría, y si es posible en el exterior. Cuidado que estás guapísima, así que cuidado con esos sabidos que están por ahí rondando, no les pares bola hasta acabar por lo menos maestría”. Un momento: ¿no es eso mismo lo que dijo hace un par de meses el secretario de la Presidencia, Alexis Mera? ¿No lo desautorizó el presidente? ¿Y hoy lo repite? ¿No rabió, escandalizada, Rosana Alvarado contra esas declaraciones? ¿Y qué dice ella ahora? Nada: a los cinco días se posesiona como vicepresidenta reelecta de la Asamblea y retuitea: “Las mujeres al poder”.
“Me estudias la Universidad”, dice el presidente. Desde la forma dativa de ese pronombre personal en adelante, cada una de sus palabras lo traiciona y pone en evidencia lo que en verdad piensa sobre las mujeres el inventor de la igualdad entre los sexos en el Ecuador. Nada más decidor que las alternativas de futuro que ofrece a la pobre chica que tuvo la mala suerte de gustarle: casarse o hacerse monjita. Eso es igualdad de sexos en versión correísta. Porque si la chica en cuestión fuera chico; más aún: si fuera fea, nada de esto estaría diciendo el presidente. ¿Sólo después de la maestría te casas o te haces sacerdote? No, ni se le ocurriría. Si la chica en cuestión fuera chico o fuera fea, las cámaras ni la hubieran enfocado y el presidente ni la hubiera visto. Como es chica y es guapa, se la quiere sumisa y educada. “Me estudias la Universidad”. Un gran futuro político te espera: podrías llegar a ser hasta vicepresidenta de la Asamblea. Presidenta no, para eso basta con que “me estudies” el colegio.
Pero dejemos que la sabatina 423 se desarrolle porque todavía falta lo mejor: el encuentro de Rafael Correa con la mujer-culo. El filósofo argentino José Pablo Feinmann, quien seguramente será del gusto del presidente porque es peronista y militante K, llama mujer-culo a la típica modelo de ropita diminuta que, tanto en Argentina como en Ecuador, invadió las tarimas y los programas de farándula de la televisión, entre otros espacios, y cuyo único atributo es su capacidad para mostrar y mover el culo. “El mundo de la culocracia –escribe Feinmann en un ensayo sobre los nuevos machismos– es el de la mujer sin rostro. Ni nombre, ni apellido, ni cara, nada. Sólo culo”.
Pues bien: ocurre que en uno de los actos de masas de la semana anterior, cuya reseña  corresponde hacer en la sabatina, se presentó una cantante de exuberantes y generosas carnes, ropa provocativa y movimientos sensuales. Y cuando le toca hablar de ella, al presidente –con el respeto debido a su cargo, como dice José Hernández– se le cae la baba. O posiblemente no, en realidad, pero sí interpreta –como el actor que es–, el papel de un hombre al que se le cae la baba. Quizás no se le cae pero cree que lo que corresponde en este caso es que se le caiga. “¡Qué desconsiderada, Dios mío, pero qué criminal!”, exclama entre risitas rijosas y lúbricas. Y continúa riendo mientras bromea con esta imagen harto significativa: “¡Atentado a la seguridad nacional! ¡Debió reaccionar la seguridad!”. Lo cual significa que esta chica, esta sí, chica-atentado, no es sumisa ni se espera que lo sea. Está clarísimo que lo que en verdad quiere decir el presidente, mientras reproduce los valores del machismo bruto y básico propios de un mecánico de la Villaflora que cuelga calendarios de lluchas en las paredes, es que la cantante en cuestión está buenota, está ricota, es una mamacita. Un hembrón, vamos. Sólo que no lo dice porque hay un nivel de mojigatería del cual no puede sustraerse. Pero sí añade, para caracterizar a la chica: “Además, cantante”. ¿Qué significa “además, cantante”? Significa que la mujer en cuestión es, básicamente y en primer lugar, algo distinto de cantante; que ser cantante es sólo un atributo adicional a ese algo que, para Rafael Correa o para el personaje que interpreta, viene primero. ¿Qué es ese algo que viene primero pero no se nombra? Lo dicho: una mujer-culo.
Nada de esto es una novedad. Lo que el presidente piensa de las mujeres, no lo que dice cuando se pone retórico y habla de la igualdad de las compañeras sino lo que realmente piensa y se manifiesta en la manera como se conduce, es público y notorio. Lo es al menos desde aquel fin de año en que habló de las minifaldas y de cómo el incremento de asambleístas de sexo femenino contribuyó a mejorar la farra. Las máximas autoridades de la Asamblea pueden hablar maravillas sobre el proceso de inclusión de las mujeres impulsado por el compañero presidente. Lo cierto es que el compañero presidente –y ellas lo saben, oh, sí, cuánto lo saben– se comporta como un macho cualquiera: o maltratador o baboso, según el caso. Se pueden citar decenas, cientos de ejemplos para abundar en lo mismo. Y ya que el discurso de la supuesta igualdad entre los sexos impulsada por el gobierno ha estado a la orden del día esta semana, resulta provechoso echar una mirada al menos a la última sabatina. Aunque no sea sino para invocar un elemental principio de realidad ante la avalancha retórica, no más eso. Aunque no sirva de nada. A la final ellos mandan.

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