EL MUNDO 7 FEB
2015 - 9:00 PM
El humor de la revolución ciudadana
De #JeSuisCharlie a #YoSoyBonil
La audiencia de mañana, en la que podría ser condenado el caricaturista
ecuatoriano Xavier Bonilla, Bonil, pone en evidencia la intolerancia creciente
ante la sátira y las libertades ciudadanas de parte del gobierno de Rafael
Correa.
Por: César Rodríguez Garavito
La norma que tiene
en aprietos a Bonil es la Ley Orgánica de Comunicación de 2013, con tantos y
tan duros controles a los medios y a la libertad de expresión que ha sido
llamada la ''Ley Mordaza''. / AFP
Si explicar un chiste no tiene gracia, tener que rectificarlo es una
desgracia. Mucho más para un sátiro profesional como Bonil, el popular
caricaturista ecuatoriano. Más aún si el precio es US$180.000. Cuando los
gobernantes y las leyes no toleran el humor, los chistes pueden salir caros.
A las 9 a.m. de mañana, Xavier Bonilla, Bonil, comparecerá ante la
Superintendencia de Información y Comunicación (Supercom) de Ecuador, para
responder por una caricatura que publicó en agosto pasado en el diario El Universo.
El dibujo se mofaba de Agustín Delgado —parlamentario correísta y exjugador de
la selección nacional de fútbol—, por trastabillar al leer un discurso ante la
Asamblea Nacional y las cámaras de televisión.
No es la primera vez que la Supercom va tras Bonil. Hace un año, el
caricaturista y su diario fueron multados por US$90.000 y obligados a
rectificar por una viñeta que satirizaba el allanamiento de las oficinas de un
miembro de la oposición política que había hecho denuncias de corrupción contra
el Gobierno. Según la Supercom, la caricatura “no corresponde a la realidad” y
“estigmatiza la acción” de quienes aparecen en ella (los policías y fiscales
que hicieron el allanamiento). Dijo lo obvio, porque en eso consiste una
caricatura. Si correspondiera a la realidad —si no la distorsionara, la
exagerara o la invirtiera— sería un retrato. Si no estigmatizara la conducta
humana —si no la cuestionara con agudeza y humor— nada la justificaría, porque
nada la distinguiría de la noticia.
Sin esas diferencias se marchitan la crítica y el humor. Osuna habría
quebrado a El Espectador. Daniel Samper Ospina, Vladdo y Semana pasarían su
tiempo en los tribunales. La Luciérnaga se apagaría y a Jaime Garzón no lo
habrían matado los paramilitares, sino la autocensura.
Son diferencias esenciales para la democracia y la libertad de
expresión. De ahí que las cortes independientes, desde el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos hasta la Corte Interamericana y la Corte Constitucional
colombiana, distingan entre la libertad de información (que está sujeta al
deber de veracidad) y la libertad de expresión (que no lo está). Y reconocen
una latitud mayor para las opiniones sobre funcionarios públicos, por ser
contrapesos frente al poder de estos.
Entre todas las formas de opinión, el humor y la sátira son las más
libres, y con frecuencia las más contundentes. “La sátira es el arma más eficaz
contra el poder: el poder no soporta el humor, ni siquiera los gobernantes que
se llaman democráticos, porque la risa libera al hombre de sus miedos”, dijo
alguna vez Darío Fo, el comediante y dramaturgo italiano ganador del Nobel de
Literatura.
De modo que el humor es un termómetro de la democracia. Así lo muestra
la evolución del gobierno de Rafael Correa, cuya intolerancia creciente ante la
sátira ha ido de la mano con la erosión de las libertades y el Estado de
derecho.
El recuento más lúcido que conozco de la “revolución ciudadana” es el
que le escuché en Quito a María Paula Romo, la destacada integrante de la
Asamblea Constituyente por el movimiento de Correa. La primera etapa fue la del
gobierno progresista y demócrata que desembocó en la notable Constitución de
2008, que garantizaba las libertades civiles y añadía un catálogo ejemplar de
derechos económicos y ambientales. Correa parecía lograr la cuadratura del
círculo: una apuesta decidida por la igualdad sin erosionar las libertades
básicas. Había razones de sobra para estar de buen humor y admirar el proyecto
ecuatoriano.
El año 2011 marcó un giro personalista y vertical del Gobierno, que cambió
el humor de la revolución ciudadana y su actitud frente a los críticos. La
reforma a la justicia de ese año alineó a los tribunales con el poder
Ejecutivo, como lo documentamos en un estudio de DPLF, Dejusticia y el IDL. Con
ella se abrió un período de reformas y acciones que han debilitado los
controles democráticos, desde el derecho a la protesta (limitado por leyes
penales sobre terrorismo que se han usado contra movimientos sociales) hasta
los derechos políticos (restringidos por talanqueras legales y administrativas
a los partidos y movimientos de oposición).
De esta época viene la norma que tiene en aprietos a Bonil. La Ley
Orgánica de Comunicación de 2013 impone tantos y tan duros controles a los
medios y la libertad de expresión que ha sido llamada la “Ley Mordaza”. La ley
establece faltas tan vagas (como el “linchamiento mediático” a un funcionario
cuando un medio lo cubra críticamente de forma repetida) y requisitos tan
invasivos (como el deber de los medios de contratar un veedor elegido por un
procedimiento fijado por el Estado) que en la práctica le da vía libre al
Gobierno, a través de la Supercom, de censurar directa o veladamente las
informaciones y opiniones críticas. Según Fundamedios, durante el primer año de
vigencia de la ley, la Supercom inició 136 procesos contra medios de
comunicación e impuso sanciones en 42 casos.
El monto de las sanciones es otro mecanismo de censura y autocensura. La
multa de US$90.000 a Bonil y El Universo —equivalente al 2% de la facturación
de tres meses del diario— fue calculada con base en la ley. También lo son los
US$180.000 de la multa que podría imponérsele a Bonil, porque la ley dicta que
cada reincidencia se paga con el doble de la multa anterior.
La intolerancia frente a la crítica y el giro antidemocrático parecen
seguir esta progresión geométrica en el Ecuador actual. Para Romo y otros
observadores, el punto de inflexión es la reforma constitucional que permitiría
la reelección indefinida de Correa y que cursa actualmente en el parlamento,
tras haber sido avalada por el Tribunal Constitucional.
Las olas de la probable sanción a Bonil se sentirán más allá de Ecuador,
porque el caso tiene dos aristas que aplican en otras partes. De un lado, la
acusación inicial contra el caricaturista alegaba discriminación racial, porque
el parlamentario Agustín Delgado es afroecuatoriano. Aunque Bonil no hacía
ninguna alusión al color de la piel del retratado, el Gobierno y algunas
organizaciones antirracistas sí lo hicieron en sus quejas. El artista reiteró
públicamente que esa no era su intención y presentó excusas por la
interpretación que se le podía dar a su caricatura. De ahí que el cargo que
enfrenta mañana es haber discriminado por razones socioeconómicas (aunque, de
nuevo, el dibujo era sobre un parlamentario en ejercicio). Todo lo cual reaviva
el debate sobre el balance entre las importantes leyes contra la discriminación
y sus riesgos para la libertad de expresión en América Latina.
De otro lado, a escasas semanas del atentado terrorista contra Charlie
Hebdo en París, el caso Bonil recuerda que las amenazas contra la sátira y la
libertad de expresión no vienen sólo de los violentos. Y que no hay que ir tan
lejos para encontrar señales preocupantes de censura. No debe sorprender que el
gobierno ecuatoriano hubiera decidido aplazar para mañana la audiencia contra
Bonil, inicialmente programada para el 16 de enero, cuando daba la vuelta al
mundo el #JeSuisCharlie. Por eso Bonil comparecerá con un gigantesco lápiz en
la mano, mientras en las redes sociales circula el #YoSoyBonil.
*Columnista de El
Espectador.
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